Alicia era mi mejor amiga desde la infancia. Siempre nos sentimos más hermanas que amigas porque ninguna teníamos recuerdos de nuestra vida en los que no hubiera estado la otra.

Además, nuestras madres también eran amigas mucho antes de que naciéramos, así que nos criamos juntas prácticamente desde que llegamos al mundo.

Como encima teníamos la misma edad y vivíamos bastante cerca, habíamos sido también compañeras de clase, primero en el colegio y después en el instituto. Siempre juntas.

 

 

Habíamos compartido infancia, días y vivencias, nuestras rutinas, nuestros días codo a codo en el mismo pupitre. Se puede decir que ella siempre había sido una persona imprescindible para mí, de esas que jamás te plantearías que desapareciesen.

Pero la vida me dio una desagradable sorpresa cuando, muchos años más tarde, descubrí que no era igual sino al revés por su parte…

 

 

Habían pasado muchos años y con la vida adulta nuestros caminos se habían separado, pero solo en la superficie (creía yo): las dos trabajábamos y ya no vivíamos tan cerca, así que nos veíamos con mucha menos frecuencia que en el pasado.

Pero nuestro contacto se había seguido manteniendo a través de los teléfonos y las redes sociales.

Otras personas, como es natural, habían ido apareciendo en nuestros caminos: nuevas amigas que habían ocupado lugares muy importantes y que tenían más trato con nosotras en el día a día y más convivencia, por motivos obvios: trabajo, aficiones, etcétera.

 

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Sin embargo, para mí su lugar era sagrado y único y nadie más podría ocuparlo.

Y un verano cualquiera, se desató la que para mí fue una tormenta sorpresiva y devastadora:

Yo estaba de vacaciones y organicé unos días de visita a nuestro pueblo de origen.

Como habíamos hecho muchas otras veces, intenté cuadrar con ella un encuentro, pero me dijo que sería imposible coincidir pues ese año teníamos las fechas incompatibles.

 

 

A mí me dio mucha pena, pero me conformé. Lógicamente no era algo que estuviera en mis manos.

Aún así, insistí en buscar otra fecha cualquiera en el momento que pudiera ser para tomarnos un merecido café que ya estaba tardando demasiado tiempo en llegar.

No me di cuenta por aquel entonces de su falta de interés, de que en el último año siempre había sido yo la que levantaba el móvil para contactar con ella  y de que en muchas ocasiones no estaba disponible y su actitud parecía distante.

No me percaté de que sus respuestas eran más por cumplir y ser educada que por otra cosa.

 

 

Ella respondió a mis peticiones de organizar un encuentro con largas y evasivas, tal y como llevaba haciendo bastante tiempo. Así que yo simplemente decidí esperar: la pelota estaba en su tejado.

Y no pasó demasiado tiempo hasta que un día, navegando por la red social que más usaba, vi una publicación en la que se le había etiquetado: aparecía flamante y radiante en una foto, vestida de novia y abrazada a tres chicas más.

A una de ellas la reconocí enseguida: era una de sus nuevas amigas de los últimos años.

 

 

Cuando empecé a leer las decenas de comentarios que le dedicaban palabras preciosas de felicitación por haberse casado, el corazón me empezó a latir con fuerza y sentí que no podía respirar, como si me hubieran clavado un puñal en el centro del pecho.

Mis lágrimas empezaron a salir sin control. No me lo podía creer: esa que me miraba sonriente desde la imagen me parecía otra persona distinta a la que siempre había considerado mi hermana.

 

 

Llamé inmediatamente a mi madre y le pregunté si sabía algo. Ella me aseguró que no y se quedó igual de sorprendida que yo.

Me tomé un par de días para digerirlo y asimilarlo y cuando pude reunir algo de fuerza, la escribí felicitándole y preguntándole si le pasaba algo conmigo.

Fui muy sincera y le expresé mi dolor por haberme enterado de aquella manera de un acontecimiento tan importante en su vida.

Leyó enseguida mi mensaje, pero tardó mucho más en responderlo. Y cuando al fin lo hizo… mi sorpresa y dolor se elevaron al infinito:

 

 

Sus palabras se pueden resumir en que cortó conmigo. Me dijo que lo sentía mucho pero estaba iniciando una nueva vida y quería dejar atrás cosas y personas de su pasado.

Desde mi incredulidad, le pregunté si yo había dicho o hecho algo que le hubiera molestado o llevado a esa decisión, que solo necesitaba comprender.

Y ella me respondió que no, que no era nada personal pero que así era la vida.

 

 

Esa fue la última vez que hablé con ella. Después de una larga temporada de duelo, al final me obligué a aceptarlo y a seguir mi vida, pero os aseguro que aquella fue la ruptura que más me costó superar con diferencia.