Hoy voy a hablar de la gran polémica que surge al compartir piso. Es algo que creo que todas aquellas que hemos vivido con otras personas (en algún momento u otro) nos hemos planteado. Esto es lo que me pasó a mí.

Yo alquilé el piso a medias con mi amiga y como tenía cuatro habitaciones acordamos alquilar las otras dos a un precio razonable. Preguntamos a otros conocidos y al final nos llamó un amigo de una amiga para decirnos que su compañero de curro y él buscaban algo barato donde vivir. No mentiré: Cuando llamó yo no caí en quién cojones (vivimos en un pueblo y al ser amigo de una amiga todos afirmaban que sí le conocía aunque no me acordara). Quedamos a los pocos días en vernos y, si, chicas, ¡vaya si lo conocía! Me acordé el puto mismo instante en que entraron por la puerta para venir a ver el piso: ¿Sabéis el típico crush imposible de instituto que todas tenemos?

Ese era el mío.

Me costó MUCHO decidirme, pero como nos dijeron que trabajaban muchas horas y en horarios opuestos a los nuestros, íbamos a coincidir poco en casa. Y así entre las dos (mi amiga y yo) decidimos que vinieran a vivir con nosotras.

A los pocos meses de vivir juntos, tonta de mí, ya estaba más pendiente de él y sus horarios que de mi misma. Toda ilusa, ¡claro que sí!. Confieso que hasta llegué a tener algo de celos al ver que se llevaba mejor con mis amigas que conmigo. Hubo una época que intentaba quedarme en mi habitación las máximas noches posibles para evitar esos celos (sin fundamento). Hasta que un día empecé a buscar cualquier excusa barata con tal de verle un ratito: Cenas de piso, empezar a ver una serie, salir al salón a cenar cuando él llegaba, etc. ¿Qué queréis? La carne es débil y yo gilipollas.

Y bueno, que al final un día pasó. Estábamos viendo una película en el sofá, con varias birras y demás cosas de por medio, cuando empezó a meterme mano. Os podría decir el título y el momento exacto de la película, porque esto no se olvida jamás.

“Uf, si es que me pone mu’ perraca, ¿qué hago, me lo follo o no?”, pensé.

Como bien imagináis: Me lo follé. No me pude contener más y acabamos en mi cama probando todas las posturas posibles, usando todos los objetos que había en «mi cajón de la ilusión» e incluso cumpliendo algún que otro plan erótico-festivo que teníamos en la mollera. El sexo era apasionado, firme pero con cariño, y se esmeraba mucho en que me corriera las veces que hiciera falta. Que al chaval se le daba de puta madre el asunto, vaya.

Y me enganché (muy gilipollas, ya lo he dicho). No llegué a enamorarme profundamente, pero si antes de ocurrir ya estaba pendiente de él, imaginaos como estaba después de follármelo. Obcecada, perdida, se podría decir que hasta un poco “obsesionada” con repetir constantemente… Entonces llegó el desastre: Un día desayunando con mi amiga descubrí que también se la había follado a ella (varias veces). Que raro fue saber que te estás follando al mismo tío que tu mejor amiga. Que si, que con el tiempo nos hemos llegado a reír MUCHO de la situación (de acabar aplaudiendo como focas con la boca abierta y con lágrimas en los ojos) pero en ese momento estuvimos en shock un par de semanas. ¡Que iba alternando, el muy listo!

Al saber eso ambas pudimos pararle los pies (¡por fin!) y decirle que ya no tenía nada que hacer. Ahí llegaron los meses incómodos y huidizos en casa, el hacer planes fuera de casa con tal de no cruzárnoslo, los silencios y sonrisas falsas por doquier cuando aparecía… Poco después vimos que se había montado un mini-salón en su habitación para esconderse y a los dos meses ya se había mudado por su propio pie. Ojalá hubiéramos echado un poco de mente fría al principio y así poder ver lo que era de verdad… Otro tontopollas a la lista que se cree que las mujeres no hablan entre ellas.

Conclusión: “Donde tengas la olla, no metas la polla”, o en este caso “donde tengas el moño, no metas el coño”.

 

Moreiona