Nunca me he emborrachado… o casi. De acuerdo, de acuerdo, hubo una vez en la que acabé pedo. Y lo sé no porque lo recuerde, sino precisamente porque no recuerdo nada. Siempre pensé que lo de olvidar por completo la noche era un mito, y una excusa especialmente usada por infieles: «Te juro que no me acuerdo de nada, churri».

Pues en este caso, fui yo la que se metió de lleno en una neblina mental… y un problemón, dicho sea de paso. Era el cumpleaños de una amiga e hicimos lo clásico: cena en un restaurante italiano, y para bajar bien los platazos de pasta que nos habíamos metido entre pecho y espalda, fuimos a bailar. ¡Hasta aquí todo bien! Pero me toca culpar a alguien de mis pecados y desgracias, y en esta ocasión culparé a mi amiga R. vfcgYo no bebo (no suelo), de modo que tomarlo a medias no pareció mala opción.

El problema fue que entre baile y baile, sorbo y sorbo, los mojitos iban apareciendo en nuestras manos. Claro, mi amiga y yo no nos estábamos emborrachando, al fin y al cabo, compartíamos bebida. Solo que no sé cuántas nos bebimos a medias, creo que ahí está la clave, sin necesidad de ser Miss Marple.

Bailamos y bailamos hasta que tuvimos que quitarnos los tacones y notar el frío suelo (qué dolor, artilugios del demonio), hasta que noto que sutilmente alguien se acerca a mí. Un desconocido se puso a bailar conmigo, muy sonriente el amigo, aunque le veía muy poco la cara por la oscuridad de la discoteca. Normalmente hubiese hecho corrillo con mis amigas y le hubiera mandado a freír ranas, pero como no arrimaba cebolleta y yo ya llevaba puntillo (puntazo), pues como que me cayó en gracia. 

Me parece recordar que en cierto momento nos acercamos más, rozamos las manos y el cuerpo, pero poco más. Todo muy casto y poco propio de una soltera salida como era yo entonces. Así que cuando amanecí a la mañana siguiente con una resaca infernal, lo primero que hice fue cagarme en la puta en voz alta y proferir un sonoro eructo post-alcohólico.

«Buenos días a ti también», me dice una voz a mi lado. Coño, la virgen y todos los santos juntos y madre del amor hermoso, qué puto susto. Me levanté de un salto cual gacela (eso sí, tapándome con la sábana, como en las películas) y tartamudeando, le pregunté delicadamente qué demonios hacía él allí. «¿No te acuerdas? ¿Tan malo fue? Joder». Que sí, que vale, que no sé si fue horrible o espectacular, pero yo quería saber qué hacía aquel chico en mi cama, en mi casa, en mi santa santorum y por qué no tenía prisa por irse. Viendo el panorama, me encerré en el baño y llamé a R., para ver si ella sabía algo. Todo lo que obtuve por respuesta fue una sonora risotada y que me las apañara sola.

Delicada cual damisela victoriana, salí del baño, le dije al desconocido con el que tuve sexo (o no) que por favor se fuera, que no me encontraba bien y que ya hablaríamos. Se vistió con calma y en la puerta me dijo: «Hasta pronto, fiera». Hasta pronto… hostias, si no me sabía ni su nombre. No volví a compartir mojitos… por si las moscas. 

EGA