Me encanta cuando la gente que prácticamente no me conoce se acerca a mí para decirme compadecerse de lo que ellos denominan ‘mala suerte’. Es como si en mis dos divorcios todas las parejas felices pudieran focalizar su alegría en haber encontrado la complicidad y el amor mientras que yo misma he tenido que pasar por dos relaciones formales fallidas. Muchos dicen que no me lo merezco, que todo es culpa de ellos, que es que hay hombres muy cabrones en el mundo… Y aunque no os lo creáis, no estoy en absoluto de acuerdo con estas palabras.

Entre otras cosas porque en parte mis divorcios han sido culpa mía. Entiendo que hay quien pone fin a su matrimonio por su pareja le ha fallado, pero no ha sido mi caso. En ambos casos tanto mis parejas como yo tuvimos la misma culpa, incluso podría decirse que ninguno fue el culpable, simplemente el tiempo y las circunstancias nos llevaron a ello sin más.

La cuestión es que como mujer de 43 años, bi-divorciada, con dos hijos de una pareja y otra de una segunda, un trabajo que me ocupa 10 horas del día y una gran hipoteca por pagar, parece que mi vida está abocada al estrés y al fracaso más absolutos. A quien se le cuente dará su opinión, os lo aseguro porque lo vivo, pocos hay que conozcan mi historia y que no den su punto de vista sobre ‘esa pobre mujer abandonada a su suerte‘.

Ni soy pobre (al menos en lo emocional) ni quiero que nadie se apiade de mí. Por no contar a todos aquellos que deciden entender que soy un ser insoportable que va por la vida casándose sin meditarlo y pariendo hijos con este y con aquel. No os miento porque no es la primera vez que me entero de comentarios en este sentido hacia mi persona. Como mujer me dan completamente igual, como madre, lo único que pido es que mis hijos no tengan que escuchar tamañas estupideces de la boca de nadie.

¿Y por qué me divorcié en dos ocasiones siendo tan joven? Puede que no fuese necesario entrar en detalles, pero también comprendo que si estoy delante de mi ordenador contándoos mi historia os merecéis saber más. Mi primer matrimonio terminó cuando menos lo esperaba. Llevaba casa cinco años, el que era mi pareja y yo nos habíamos conocido en la universidad y pasamos por el altar un poco porque tocaba. Éramos unos piolitos jóvenes y sin experiencia en nada, teníamos 25 años y nos creíamos con fuerzas para comernos el mundo. Y lo hicimos durante bastante tiempo, mucho más del que a día de hoy me hubiera esperado. Tras varios años resistiendo, intentando entender que todo lo que nos estaba pasando era lo normal, tocamos fondo el día en el que nos vimos en la cocina gritándonos mientras nuestros hijos lloraban a nuestro alrededor.

divorcio

Fue de mutuo acuerdo. Duro, porque al fin y al cabo nos habíamos querido muchísimo, pero una decisión muy correcta. Estuve varios meses sintiéndome como una inútil por no haber podido sacar adelante aquel proyecto de vida. Veía a otras parejas que continuaban con sus relaciones con todo el cariño, y un poco mi inexperiencia me hacía creer que el divorcio era como un castigo por no haberlo hecho bien.

Aunque como el tiempo al final ayuda a sanar las heridas, en un par de años comprendí que aquello no había sido ni un error ni culpa de nadie. Tenía dos hijos preciosos y por fortuna el que era mi exmarido continuaba a mi lado en forma de amigo y de persona en la que apoyarme para continuar con mi vida. No había salido tan mal visto desde esta perspectiva.

Y cuando sané mi autoestima, también conocí al que sería mi segundo marido. No quería casarme bajo ningún concepto, esa era mi idea inicial y con la que me mantuve muchos meses. Pero el amor que sentía por aquel hombre me hizo bajar la guardia. Tenía entonces 35 años y me sorprendí a mí misma dándole el sí quiero la noche en la que mi pareja me llevó al mejor restaurante de la ciudad para pedirme matrimonio al más puro estilo película de Hollywood.

¿Sabes lo que pasó entonces? Que las críticas comenzaron incluso antes de que yo pudiera ponerme el vestido de novia. Las malas lenguas empezaron a decir de mí que era evidente que mi segundo matrimonio no era más que la manera de atar a otro hombre. De repente yo misma era como una especie de viuda negra que no mataba pero según algunos, debía desplumar a sus exmaridos tras cada divorcio. Y nada más lejos de la realidad, ya que yo tenía mi trabajo y mi vida suficiente por cierto para mantener a mis hijos sin sacarle los ojos a ningún hombre.

Las cosas con mi pareja fueron como la seda y de hecho siempre pensé que lo nuestro era definitivo. Funcionábamos fenomenal. Tenía una relación fantástica con mis hijos y con mi familia. En mi matrimonio localizaba a diario las carencias que había tenía con mi primer marido. Muchas veces pensaba ‘¿no ves? esto en mi anterior matrimonio no hubiera ocurrido en absoluto‘. Y me sentía estupenda porque parecía que al fin había encontrado aquello que veía en muchas parejas a mi alrededor.

Puede que fuese desgaste, o no habernos acostumbrado a los cambios. Pero dos años después de casarnos me quedé embarazada, y tras la llegada de mi hija todo cambió. Mi marido estaba obsesionado con un trato preferente hacia nuestra hija, dando alguna mala contestación a mis hijos o solicitando atenciones especiales como si él y mi hija fueran lo primero antes que los demás. No entendí jamás aquel cambio, y puedo asegurar que intenté adaptarme buscando ser siempre conciliadora. Pero al final, tenía dos hijos que ya eran conscientes de todo y que tampoco ayudaban en algunas ocasiones.

Yo estaba en el medio, tragando sin parar, aguantando e intentando sonreír, pensando que aquello no era más que algo puntual de lo que saldríamos tarde o temprano. Pero según pasaba el tiempo y al no ver la luz al final del túnel, de alguna manera yo también me uní al caos. Y sin árbitro que manejase la situación, nuestra casa se convirtió en un lugar inhabitable. Los reproches empezaron a ser constantes, mi paciencia había desaparecido por completo y veía que mis hijos se estaban criando en un ambiente que no quería en absoluto para ellos.

divorcio

Una mañana de domingo amanecí antes que nadie, me serví una taza de café caliente y esperé en silencio a que mi marido se asomase por la puerta. Le pedí que se sentara a mi lado y con mucha serenidad le pedí que me escuchara. Allí mismo decidimos que habíamos llegado al final de nuestra relación. Y lo sellamos con un abrazo porque al fin habíamos entendido que era la mejor decisión no solo para nosotros, sino para todos.

En mi familia no se lo podían creer. No sé cuántas veces tuve que soportar la conversación automática de ‘¿y si hacéis terapia de pareja? Es que te rindes muy pronto‘. Era como si mi segundo divorcio los pusiera a ellos en un peor lugar. Su hija la bi-divorciada no podía traer nada bueno. ‘Es que la gente habla, y con lo joven que eres que te hayas divorciado dos veces entenderás que es curioso‘… Mi vida era curiosa, pero no tanto como para que la gente me preguntara por los detalles, solo para echar mierda sobre mis decisiones personales sin saber más de lo que le había escuchado a la vecina.

Por suerte, como os digo, mi propia experiencia me ha enseñado a no dar crédito a ninguna opinión que me pueda hacer daño. Y mucho menos cuando proviene de alguien que ni siquiera se ha preocupado en preguntarme si estoy bien o si necesito un hombro amigo sobre el que apoyarme.

Soy una mujer con una gran familia, que ha dejado atrás dos matrimonios que no han funcionado pero que también me han dado muchas, muchísimas alegrías. Y tampoco descarto el volver a enamorarme.

¿Me volvería a casar después de todo lo vivido? Está claro que no puedo dar una respuesta tajante, ya que la vida me ha demostrado que al final todo depende de cómo se presenten los acontecimientos. He optado por vivir mi día a día disfrutando al máximo de todos esos seres que me quieren y que al final son mi auténtica felicidad y lo que llegue, lo viviremos juntos cuando sea el momento.

Fotografía de portada

 

Anónimo

 

Envía tus vivencias a [email protected]