Me pillé por una enfermera de la que no sé nada 

 

La enfermería siempre ha estado en mi top 3 de profesiones sexys en las mujeres, junto al de profesora apasionada por su materia -no importa cuál- y que la transmite así a sus alumnos y peluquera -esos masajes de cabeza, esas manos delicadas, el olor a frutas del champú… me pongo mala-. Pero centrémonos. Hablábamos de enfermeras. Sé que es el típico topicazo machista que se refleja en disfraces de enfermera con escote y liguero, o tal vez a algunos lo que les pone es el papel de cuidadora que aun se supone que tenemos que realizar nosotras. En cualquier caso… ¿Cómo iba yo a sexualizar a otra mujer de esa forma?

 

Eso me he dicho siempre, pero hace un año tuve que estar ingresada durante algunas semanas tras la operación de una pierna al caerme de la moto. Los primeros dos días venía a tomarme la temperatura -supongo que era por el COVID, pero puede que sea rutina en los hospitales- y pincharme la heparina una enfermera bastante malencarada, pero al tercer día apareció Violeta, y yo resucité. No era la chica más guapa del mundo, pero como dice la canción juro que era más guapa que cualquiera. Tenía unos ojazos azules ligeramente felinos, media melena achocolatada y unos cuantos pelos rebeldes que se colocaba todo el rato detrás de la oreja, para terminar de volverme loca, al acercarse a mi cama descubrí que desprendía un olor entre tropical y cítrico, como a mango con limón.

Durante el resto de tiempo que estuve ingresada me solía atender ella. Toda ella era super sensual, también literalmente: era una estimulación constante de los sentidos. De su aspecto y su olor ya hemos hablado, pero su voz… ¿Qué decir de su voz? Era canaria, concretamente de Lanzarote y a pesar de llevar, según me dijo, cinco años fuera de su tierra, conservaba ese suave deje, esa cadencia, ese seseo… en cuanto a su piel, cada vez que me rozaba para colocarme o me apretaba ligeramente la barriga tras pincharme, ese leve contacto me hacía derretirme y querer que no me quitara las manos de encima. Su tacto era suave y fresco y no paraba de imaginarme sus brazos rodeándome mientras viajábamos en mi moto a toda velocidad -quizás con lo de la pierna debería haber escarmentado, pero siempre he amado la adrenalina y mi pecho palpitaba tan fuerte cuando ella se dirigía a mí como al viajar a 200 kilómetros/hora (sí, lo sé…)- .

Un día cuando me iba a pinchar, me levantó la camiseta un poco más de lo habitual y vio la parte de abajo del tatuaje geométrico que tengo desde el medio de mis pechos hasta un poco más arriba de la mitad del abdomen. 

 

  • ¿Tienes un diamante tatuado? – Me preguntó
  • Es un fractal- dije levantando la parte de arriba de mi atuendo lo justo para que viera la parte de abajo de mis tetas (ya sabéis, «más vale sugerir que mostrar»)

 

Se quedó estudiándolo un rato en silencio. En ese silencio cabían para mí todas las fantasías posibles: que hiciera algún comentario sobre mis curvas, que jugara a recorrer la tinta con sus dedos finos y continuara ejerciendo más presión hacia arriba hasta agarrarme los pezones, hasta creo que llegué a entonar un «tantantachááán» en mi cabeza, al estilo Bridget Jones.

Obviamente, no pasó nada de eso.

Decidí pasar a la acción. Siempre me han dicho que tengo labia, pero al dirigirme a ella me sentía como una niña de seis años dando la lección por primera vez.

  • Los fractales son una forma geométrica autosimilar… las partes que la conforman tienen la misma estructura que el conjunto…

Se me quedó mirando y aunque mantenía su expresión amable me di cuenta de que le había resultado demasiado pedante.

  • Estoy haciendo mi tesis sobre ese tema… soy matemática- aclaré.

Esta vez sonrió más abiertamente.

Los días siguientes nuestra relación fue evolucionando, o eso quise pensar. Siempre que entraba en mi habitación me hacía alguna pregunta sobre geometría que había buscado en Google, o visto en alguna revista. 

  • Podría buscar también la respuesta, pero prefiero que me lo expliques tú- decía con su mirada de lince, de ejemplar en peligro de extinción.

Durante diez días hablamos de curvatura y torsión, de topología y espacios euclidianos y no euclidianos. Me di cuenta de que para ella yo ahora era esa profesora apasionada y eso me hacía venirme arriba, meterme en el papel de chica mala con moto y tatuajes que, sin embargo, es experta en una materia que pocos dominan… creo que ahí fue donde empecé a perderme. Si pudiera volver a ese momento me daría un par de bofetadas con toda la mano abierta y me diría:

  • ¡¿Pero qué estás haciendo!? ¿No ves que te quieres a ti misma a través de esa chica? Está claro que te atrae, o al menos te atraía, pero ahora solo estás alimentando tu ego cual machirulo fardando con sus amigos de cuántas tías se ha tirado.

Supongo que Violeta llegó a pensar algo así, o puede que simplemente lo que pasó después no tuviera nada que ver conmigo, pero en ese momento yo estaba endorfínica perdida -de amor, más que nada, a mí misma- y me sentía como en una simulación donde todo era posible. Solo fueron necesarias ocho palabras para sacarme de Matrix:

  • Ahora te atenderé yo. Violeta se ha ido. 

Me sentí como una niña de seis años a la que le dicen de repente que no existe Papá Noel, ni los Reyes Magos, ni el Ratoncito Pérez. Intenté indagar en los motivos, pero el enfermero que me atendía, aunque me habló de forma amigable, no quiso darme explicaciones:

  • Algo de salud de un familiar. O puede que otra oferta… no estoy muy seguro.

Mentía. Tenía que mentir. Tenía que saber algo ¿Había titubeado un poco? Estaba segura de que sí. Tenía que averiguarlo.

Los días siguientes pregunté a todo el personal que pasaba por mi habitación. Hasta llegué a preguntarles a mi madre y mis amigas, que iban a visitarme por las tardes, si habían visto a una enfermera que, a juzgar por la descripción que les daba, bromeaban diciendo que parecía una diosa del Olimpo.

Cuando me dieron el alta y me fui recuperando decidí pasar a la acción: en la intimidad de mi hogar googleaba cada noche: «Violeta enfermera Lanzarote» esperando que apareciera su foto y algún tipo de información. No encontré nada. De todos modos, si encontraba esa información ¿Qué pensaba hacer con ella? Cuando me di cuenta de que aquello hacía tiempo que parecía un capítulo de YOU pensé que era hora de dejarlo.

Me descargué Tinder, Badoo, Wapa, Lesbit y todas las apps que se me ocurrieron, pero ninguna me convencía. Hasta que pasado un mes, deslizando perfiles en Tinder… ¡Ahí estaba! Le di like y esperé el milagro, enganchada de nuevo. Inmediatamente, en la pantalla apareció el mensaje: «It’s a match!» Decidí tomar la iniciativa y le escribí, con el corazón a mil: «Hola, cómo estás? (Carita sonriente)» a lo que ella contestó con un: «qué alegría saber de ti, HABER si coincidimos». 

Mi corazón se detuvo en seco.

De esta aventura solo saqué una duda y una certeza. La certeza es que, en las circunstancias adecuadas puedo ser una stalker acosadora que da más miedo que Misery en una convención de escritores de misterio y la duda: ¿Cómo actuaría si me volviera a encontrar con Violeta después de ese ‘haber’?

 

Gordillera