Me quería dejar porque ya no era tan presumida como antes

 

A mí de pequeñita lo que más que gustaba era ponerme los tacones de mi madre y pintarme la cara con sus labiales y sus sombras. A ella le hacía mucha menos gracia, claro, porque le estropeaba las barras y le dejaba la cómoda perdida. Pero la mujer me concedía el capricho de cuando en cuando y yo era inmensamente feliz poniéndome la cara perdida.

Estaba deseando ser mayor para poder salir a la calle pintada como una puerta.

Crecí, me moderé un poco en el uso del color y empecé a buscar mi identidad. A partir de ese momento, fui alternando períodos en los que me arreglaba muchísimo con otros en los que pasaba de todo. A veces, dentro de la misma semana. Quiero decir, en lo concerniente a mi aspecto, soy muy voluble. Va en función de mi estado de ánimo, o por épocas, o por el precio del barril de Brent, yo qué sé.

Conocí a mi novio en una de las mejores etapas de mi vida a nivel emocional. Estaba terminando de estudiar, había empezado a hacer prácticas en un sitio genial y las cosas en general me iban bien. Desconozco si eso tenía algo que ver o no, pero por aquel entonces solía ir siempre vestida y emperifollada como para ir a pasar la tarde a Ascott. Que me faltaba la pamela, vamos. Esa racha no duró más que unos meses. Luego mi estilo se fue relajando un poco, aunque los tacones, el eyeliner y el morro pintado permanecieron un par de años más.

Hasta que, de forma paulatina, me fui instalando en un estilo mucho más casual. Llámale casual, cómodo o incluso tiradillo, según me levantara por la mañana y lo que tuviera que hacer a lo largo del día. A mí este cambio no me parecía nada destacable, la gente cambia con los años o con las circunstancias. Es normal.

 

Me quería dejar porque ya no era tan presumida como antes

 

El tema es que ese cambio en mi apariencia coincidió con un bache en nuestra relación. No un bache, fue más una fase de estabilización. Algo relacionado con la madurez de la propia relación. Ya no había euforia ni mariposas en el estómago. Llevábamos una buena temporada conviviendo y ya no quedaba magia ni secretos. Pero a mí eso no me parecía nada malo, simplemente era diferente. Yo me quedaba con la tranquilidad, la serenidad, la confianza.

Él, en cambio, no. Empezó a decir que estábamos mal, que teníamos que esforzarnos, reavivar la pasión… Eso, al principio.

Después el discurso comenzó a cambiar.

Ya no era ‘tenemos’ ni ‘nos’. Era ‘tienes’ y ‘tú’. Todo era culpa mía. Y, la base de todos nuestros problemas, a su juicio, era que me había abandonado. Y lo había abandonado a él.

Pues, por lo visto, una no puede ponerse un chándal o unas mallas o ir con la cara lavada, sin que eso suponga que ya no está enamorada. O que no tiene ningún interés en su pareja.

Según él, yo debía maquillarme y subirme a unos tacones para demostrarle mi amor. Para demostrarle que me importaba. Porque echaba de menos a la chica de la que se había enamorado. Reconozco que estuve a punto de sucumbir. Llegué a plantearme si de verdad me suponía tanto esfuerzo complacerle. Pero al final no lo hice, no me dio la gana.

Él me quería dejar porque ya no era tan presumida como antes, así que se lo puse fácil y le dejé yo.

 

Cecilia

 

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