«Tengo 33 años. Tengo 33 años. Tengo 33. Treinta y tres años». Esta puedo ser yo una mañana cualquiera mientras me miro al espejo después de la ducha. Lo digo, lo repito, lo comprendo. Pero hay un punto de la frase en la que mi cerebro parece quedarse colgado cual Internet Explorer. Y es que por más que en mi DNI ponga lo que pone, yo no me siento así. Es que no estoy ni cerca de sentirme así.
De niña, a mis amigas y a mí nos gustaba hacer un juego de números en el que te salía a qué edad te casarías, con quién y cuántos hijos tendrías. Nos parecía una locura cuando nos salía que haríamos todo esto más allá de los veintiséis. Esa edad era el horizonte, el umbral de la juventud, el límite entre chicas y señoras.
Años más tarde, cuando era adolescente y veía a las mujeres de más de treinta pensaba en ellas como auténticas señoras mayores. Mujeres de esas a las que podrías ver en la puerta del colegio recogiendo a sus niños, madres, mujeres absolutamente adultas, maduras y con una vida cuadriculada, atareadísima y probablemente nada interesante.
También recuerdo cuando, siendo una veinteañera (pero de verdad), decía cosas como «bueno, es que Fulanita ya tiene treinta y uno y aún está buscando a qué se quiere dedicar en la vida. Vamos, va tarde para su edad. Yo con más de treinta no me plantearía jamás llevar la vida que lleva ella».
La vida ha venido a decirme que me tengo que tragar las palabras de todas mis versiones anteriores, porque lo que tanto criticaba entonces me ha caído encima. Y la realidad vino a pegarme en la cara en la última boda a la que asistí: absolutamente TODAS mis antiguas amigas del instituto estaban embarazadas o acababan de dar a luz. Parecían haberse puesto de acuerdo. Mientras tanto yo me pasé la noche dando saltos en la pista de baile y tomando unas copas con mi pareja. Sí, en nuestro DNI teníamos la misma edad, pero estaba claro que, personalmente, ellas y yo estábamos en etapas vitales diferentes.
Así es, mi edad mental no se corresponde con mi edad del DNI. Y ni siquiera me siento mal por ello, al contrario. Porque esas otras versiones de mi misma habían dado por sentado que con más de treinta años la vida se acababa, en cierto modo. Al menos la vida divertida. Y ahora me gustaría decirle a esas chicas que nada iba a ser como creían, que la vida no se planea sino que va surgiendo. Que si te lleva por un camino en el que te casas y eres madre antes de los treinta, y eres feliz con ello, estará bien así. Pero que si esa etapa la vives más tarde o incluso si decides no vivirla porque los planes han cambiado por el camino, también será genial así. Que la vida es impredecible y la edad es solo un número, lo importante es disfrutarla por el camino.
Ojalá cuando cumpla los cuarenta siga sintiéndome una jovenzuela de veintipocos. Mientras tanto, pienso seguir disfrutándolos por si se me pasa este extraño pero agradable trastorno.
Carol M.