Diréis que las venganzas nunca son buenas consejeras, y efectivamente no lo son, pero qué queréis que os diga: en un momento dado de mi vida, fui débil ante la tentación de fastidiar a quien me rompió el corazón.

La relación fue buena y la ruptura trágica, de modo que me ahogué en un mar de lágrimas y autofustigamientos, hasta que asumí que yo no tenía la culpa y que le había dado todo el amor que había en mi corazón.

De modo que yo no era el demonio que su entorno y sobre todo él hacían ver que yo era, y cuando lo asumí, hacer maldades no, pero un poco traviesa sí que me volví. Yo aún conservaba la llave del piso en el que tanto amor, besos y revolcones nos habíamos dado, de modo que un día en el que yo iba un poco chispa tras salir de fiesta, lo recordé: lo vi en mi mente como una visión, una iluminación, decir que casi empiezo a brillar y flotar sobre el suelo se queda corto. Dicen mis amigas que se me puso cara de Eureka. ¡Aún nos reímos!

Algo tambaleante, me dirigí al piso, con esta frase que él me dijo una vez: «Yo en mi casa hago lo que quiero, como si me apetece cagarme en el salón». En buen momento me dijiste eso, majo. Claro, cuando lo escuché por primera vez, me pareció algo extraño, desagradable y finalmente jocoso, lo que no imaginaba él es que yo tenía un pastel de chocolate post-ruptura con su nombre.

Creo que las bebidas que llevaba encima ayudaron a el proceso, no sé si me entendéis. El caso es que cuando llegué al portal, toqué repetidamente al timbre y no hubo respuesta. Miré las ventanas y todas las persianas estaban bajadas, de modo que todo parecía indicar que tenía vía libre.

Subí cual gacela agazapada, porque todos los vecinos ya me conocían. Por suerte, no me encontré con nadie. Entré en el piso en silencio, que estaba a oscuras. Dije su nombre en voz alta temiéndome lo peor, pero no obtuve respuesta. BIEN. Reí maliciosamente cual Úrsula haciéndole firmar el contrato a la Sirenita, y me sentí orgullosamente más la primera que la segunda. No pensaba volver a ser una princesita, al menos no en esos momentos de venganza fría… o caliente.

Entré en el salón, encendí una de las pequeñas luces de una mesilla, me puse en el centro, justo delante de la mesa de comer, y bajé coquetamente mis pantalones y mi ropa interior. «Esto, como en el campo», pensé. Cerré los ojos, invoqué a mis intestinos que hicieran su gloriosa magia y, efectivamente chicas, solté un mojón de caballo en mitad del suelo. Que allí solté la mitad de mi peso, quiero decir. Fue tal el tamaño que casi me encariño y le pongo nombre, si no fuera por el pestazo que echaba eso.

Me limpié y hui despavorida de allí como si acabara de robar un banco. Había creado mi propio Ocean’s Zurullo y estaba más que satisfecha. Y en cuanto a él… que me muestre pruebas, de momento soy inocente. 

EGA