(Relato escrito por una colaboradora basado en una historia real)

 

Me gustaría empezar este escrito contando que tengo una hermana a la que adoro y con la que siempre he tenido una relación maravillosa.

O que fui bendecida con un amor digno de una novela de Nicholas Sparks.

Ojalá, porque lo cierto es que, con lo que me ha tocado, lo único que se podría sacar sería una de esas pelis de sobremesa de domingo con un título intenso tipo ‘Traición en Acción de Gracias’.

 

¿Cuál es mi historia? Pues que mi marido me dejó por mi hermana y partió la familia en dos.

 

Mi hermana y yo nunca hemos sido amigas. Nos llevamos cuatro años que, ahora no son nada, pero que de niñas parecían una diferencia insalvable. A sus ojos nunca he dejado de ser la mocosa que le destrozaba sus juguetes, que le molestaba cuando estaba con sus amigos y la adolescente irritante a la que no quería llevarse cuando salía.

Lo único que nos unía era el lazo familiar, no nos habríamos caído bien de habernos conocido en la calle. Estoy segura.

Lo cual no deja de ser extraño, porque tenemos un hermano menor al que ambas queremos con locura.

En cuanto a mi marido, a él lo encontré en la calle, pero a las pocas semanas de conocerlo ya me moría de amor.

Llevábamos saliendo un par de años cuando empezamos a hablar de matrimonio y, para entonces, él conocía de sobra a mis padres y a mi hermano. Sin embargo, apenas había visto a mi hermana un puñado de veces en algunas comidas familiares y en una ocasión que nos la encontramos por ahí.

Ella solía estar demasiado ocupada con su trabajo, sus amigos, sus movidas y sus ligues como para dedicar tiempo a conocer al que iba a ser su cuñado. Vamos, que le importaba bien poco cómo era el tío con el que me iba a casar.

Al tiempo que yo me casaba y hacía mi vida, ella se mudó a Madrid porque en nuestra ciudad no podía prosperar en lo suyo.

Y mira, nuestra relación se estrechó porque se ve que de cuando en cuando le entraba morriña y me llamaba mucho más a menudo de lo que nos veíamos mientras vivimos a pocos kilómetros una de la otra.

Era raro de narices, pero nunca es tarde si la dicha es buena.

Total, que de repente se queda sin curro y tiene que volver a casa de nuestros padres. La mujer lo estaba pasando mal porque no se lo esperaba, porque de pronto se veía con una mano delante y otra detrás y viviendo con papá, mamá y nuestro hermano. Y eso, después de tantos años de independencia, se le hacía muy cuesta arriba.

Así que yo, agarrándome a nuestros lazos de sangre y al acercamiento que habíamos experimentado en los últimos meses, me volqué en ella.

Empecé por invitarla a unirse a nuestra sesión de cine de los viernes. A cenar con nosotros algún que otro día suelto entre semana. Al vermut de los domingos.

Todo muy guay y muy fraternal.

Hasta que empezó a rechazar las invitaciones. De un día para otro volvimos a ser las de siempre.

Tardé semanas en caer en que mi marido no era el mismo.

No sé en qué momento había dejado de protestar por meterla con calzador en la mayoría de nuestros planes. En qué momento dejó de verla como la tía interesada y borde que pasaba del culo de todos, cito textualmente. ¿En qué momento el culo de ella pasó a ser de su interés?

No tengo ni la menor idea.

Sólo sé que un día llegué a casa después del trabajo y me los encontré a los dos en el salón.

No estaban follando en el sofá ni nada similar. Me esperaban sentados en la mesa del comedor y me pidieron que me uniera, que tenían que decirme algo.

Mirad hasta qué punto ignoraba lo que pasaba, que lo primero que pensé es que les había pasado algo a mis padres.

Me puse como una loca, no me avergüenza reconocerlo.

Me da que tenían hasta una especie de guion a seguir y todo, no obstante, en cuanto entendí que estaban liados y que llevaban un tiempo engañándome, empecé a gritar, insultar y los eché de casa.

Muy digna yo. Aunque se me esfumó la poca dignidad que tenía cuando vi que él ya tenía hechas las maletas. Los muy cabrones ya se habían pillado un piso al que se fueron a vivir juntos, pues mi hermana había dejado el de mis padres aquella misma mañana.

Foto de Ivan Samkov en Pexels

En el shock inicial yo no sabía con quién estaba más dolida.

Uno me había sido infiel. La otra… joder, era mi hermana, coño. ¿No habrá hombres en el mundo? Aunque eso, en realidad, aplicaba a los dos.

Pero bueno, una vez asumido que me había casado con un capullo infiel y que mi hermana me había clavado la mayor puñalada de nuestra historia, lo peor estaba por llegar.

Porque ahora tengo a mi pequeña familia dividida entre los que se han posicionado de mi lado o del suyo.

No hay día que mi madre no intente que me ponga en el lugar de su otra hija. Pretende que entienda que no se puede controlar lo que sentimos. Tócate los huevos. Se lo perdono porque sé que su posición es una mierda, pero lo mío me cuesta.

Mi padre no quiere volver a ver ni en pintura al que ya es mi ex y, en cambio, sigue siendo su yerno. Lo odia. Y tiene en una especie de cuarentena a su hija mayor. No le ha retirado la palabra, ni mucho menos, solo le ha dejado claro que no se le ocurra plantarse en su casa con él.

Mi hermano… es el único que se ha posicionado claramente. De mi lado, además.

Y yo, que debo de ser idiota, me siento mal. No me agrada que haya tomado partido por mí y que la haya dejado totalmente de lado a ella.

Toda esta situación, aparte de por los motivos obvios, me tiene bien jodida. Porque de alguna manera me siento culpable de la tensión que hay en la familia y de que mis padres lo estén pasando mal.

Por lo que me planteo hasta qué punto debería tratar de tragarme mi orgullo herido, ya que nosotras no éramos las mejores hermanas, pero sí formábamos parte de una familia unida.

El caso es que no creo que podamos estar nunca más todos juntos en la misma estancia.

Siento que el daño es irreversible, que ya nunca volveremos a ser la familia que éramos y que no se lo voy a poder perdonar a ninguno de los dos.

 

Anónimo

 

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