Me enteré de que estaba embarazada dos semanas después del diagnóstico de mi marido. Y lo consideré una buena señal. Llevábamos años buscando un embarazo que no llegaba ¿cómo no iba a ser un buen presagio? Tenía que serlo por fuerza. El hombre al que más quería en este mundo iba a vivir para conocer a su hijo, para ser padre y verlo crecer. Me levantaba cada mañana con ese pensamiento en mente. Visualizaba escenas familiares mientras le esperaba en la sala de espera del hospital. Le hablaba de todo lo que estaba planeando para nosotros tres durante las noches insomnes. Hice una lista interminable de nombres de niño y niña para que él solo tuviera que decidir cuáles le sonaban mejor cuando se la leía.

Tomó una decisión tres días antes de irse. Porque mi marido murió en la semana 35 de embarazo. Solo tuvo tiempo de escuchar su corazón, de sentir las pataditas a través de mi piel, de elegir su nombre. No pudo llegar a verlo ni a comprobar que su hijo es su vivo reflejo.

Me quedé sin el amor de vida cuando estaba a punto de dar a luz al mejor regalo que pudo hacer. Aunque confieso que por aquel entonces no lo veía así. No era capaz, el dolor era tan grande. Su ausencia opacaba todo lo demás. Incluso la llegada al mundo de nuestro bebé. Un niño sano y perfecto y con ese parecido tan evidente desde su primer día de vida. Tanto, tanto, que me dolía mirarlo. Porque mi niño era el recuerdo permanente de la pérdida. De que ya solo estábamos él y yo. Y la pena era doble, porque yo estaba viuda, pero mi niño no tenía padre. ¿Cómo íbamos a superar eso? ¿Cómo iba a criarlo sola?

No había querido aceptar que mi marido se moría y no quería aceptar que la vida seguía para mí. Tardé mucho en salir del agujero de pena y autocompasión en el que me había caído. Por suerte, la realidad era que, aunque nos faltaba ÉL, no estábamos solos para nada. Teníamos gente que nos quería a nuestro alrededor y que tiraron de mí cuando yo no tenía fuerzas. Gracias a su ayuda conseguí ir remontando. Poquito a poco, un pasito cada vez.

Conseguí apreciar el golpe de suerte, dentro de la desgracia. Lo afortunada que era de poder criar a ese pequeñín que no dejaba de ser un pedacito de él y que es lo más bonito que tengo. Con el tiempo, dejé de sufrir al ver el color exacto de sus ojos reproducido en nuestro niño. Ya no se me apretaba nada por dentro al reconocer esas orejas ligeramente despegadas, la nariz puntiaguda, los picos perfectos del labio superior. Ni los deditos gordos de los pies con esa forma tan peculiar o ese remolino de la parte posterior de la cabeza.

Hoy por hoy doy las gracias por cada rasgo que mi hijo comparte con su padre. Porque, increíblemente, no se han limitado al aspecto físico. Mi niño camina exactamente igual que él. Sonríe de medio lado, como sonreía él. Supongo que es pura casualidad, pero es que tiene incluso un carácter muy similar.

No sé si hay algo después de esta vida ni si se nos permite seguirles la pista a los que dejamos atrás… Si es así, mi amor, espero que estés orgulloso. Lo estoy haciendo lo mejor que puedo.

 

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia que nos hizo llegar una lectora

 

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