A los quince años conocí a Julia y enseguida conectamos. Era una persona que llamaba la atención allá donde iba; guapa, inteligente y divertida. Era alta, llevaba piercings y estaba muy segura de sí misma. Yo era más bien normalita, de estas chicas que pasan desapercibidas, así que formábamos un contraste idóneo. Ella me animaba a conocer gente, me hacía reír y olvidarme un poco de ser “la buena”. Yo la escuchaba, le aportaba calma y la quería en las buenas y en las malas.

Con los años fuimos dejando al resto de amigos atrás porque sus vidas tomaron rumbos diferentes y casi no los veíamos, pero ella y yo éramos cada vez más inseparables. Me convenció de que los amigos de verdad son los que están ahí en el día a día, y yo me dejé llevar.

No tenía novio y mi compañía era ella y los amigos que íbamos encontrando. Nos lo contábamos todo e intentábamos ayudarnos mutuamente. Ella salía con chicos y yo estudiaba. Cuando me gustaba alguno, ella siempre concluía que no eran lo suficientemente buenos para mí; que si uno era muy soso, otro un picaflor, con aquel no iba a llegar a ninguna parte… y yo, que confiaba en su palabra más de la cuenta, la escuchaba y me acababa influyendo en mi forma de verlos, pero también en mi autopercepción.

Recuerdo una vez que recibí un mensaje de un compañero de trabajo al que ella no conocía: “Preciosa”. A mí me extrañó porque éramos solo amigos y no le pegaba mucho eso, pero Julia muy firmemente me dijo lo que estaba pasando: me estaba gastando una broma. ¿Por qué era una broma que alguien me llamara preciosa? ¿Por qué ella estaba tan segura de que la única explicación a que alguien me dijera eso fuera que era una broma? y sobre todo; ¿por qué ella iba a saber mejor el motivo si era yo quién conocía al chico?

Estuve un tiempo liándome con un chico que finalmente me confesó que seguía enamorado de su ex y que lo nuestro no iba a ningún lugar. Entre lágrimas le decía a Julia que por qué no se podía haber enamorado de mí. Ella, desde una falsa amabilidad, me contestó que a mí no me pasaba nada, que yo era una persona increíble, pero que los tíos solo se fijan en el físico.

En otra ocasión y con otro tipo que me estaba tirando la caña, me dijo que ese solo quería una cosa y yo era tan buena que no era capaz de verlo. Menos mal que estaba ella, que era más lista, para alumbrarme en mi ceguera. Nótese la ironía.

Así que los mensajes que iban calando en mí con este tipo de situaciones era que era tonta y fea, muy fea. El problema era que no me lo decía así directamente, siempre detrás de palabras bonitas que me hacían dudar si no serían mis inseguridades las que entendían eso, o si simplemente ella tenía razón y me lo decía así porque me quería.

Hasta que conocí a un grupo de chicas en el máster. Me daba cuenta de que con ellas me sentía bien, valorada. Nadie se creía mejor que las demás, sino que cada una aportaba una cosa diferente que hacía que fuéramos un pack completo.

Nos cuidábamos con cariño y nos animábamos a querernos contra todo lo que nos decía que no. Hablábamos desde la serenidad cuando algo nos dolía y opinábamos si creíamos que alguna estaba haciendo algo mal, pero siempre con el respeto a la individualidad de la otra, a que pueda cometer sus propios errores, y con la confianza de que había buen fondo y estaríamos las unas para las otras cuando necesitáramos que nos pusieran los pies en el suelo, o que nos recogieran de él.

Con humildad y amor. Así que mi voz interior se encendió de nuevo y cuando estaba con Julia cada vez me gritaba más alto que ahí no, que donde te quieren bien y bonito no aparece este peso en el estómago que te hace encogerse y ser cada día más pequeñita, hasta que desapareces. Y elegí que fuera ella quien desapareciera de mi vida.

 

Cora C.