Tengo muchas anécdotas de mis salidas nocturnas: borracheras, risas, maromos de lo más peculiares… pero la historia de hoy, amigas, es algo que hasta ahora solo había quedado entre mi mejor amiga y yo. Ahora, vosotras también seréis mis confidentes, por si mi experiencia os sirve de ayuda.

Era una noche como otra cualquiera: mi grupo de amigas y yo habíamos quedado, además con la excusa de celebrar el cumpleaños de una de ellas. Todo bien, fantástico, prometía ser una noche inolvidable. Y lo fue, pero no por los motivos que yo pensaba.

Tras una cena copiosa de pizzas, hamburguesas y kebabs, decidimos que teníamos el estómago más que preparado para recibir unos cuantos mojitos (o lo que surgiera). La noche avanzaba, y con ella las risas en la discoteca, todas haciendo corrillo y bailando entre nosotras. De vez en cuando se nos acercaba algún pesado, pero hacíamos más frente común y pasábamos de todo, dejando claro que estábamos allí para pasarlo bien en nuestro grupo y que no íbamos a ligar.

Tras un buen rato bailando, mis pies me suplicaron clemencia, porque horas subida a unos tacones que me hacían heridas por todas partes (y que yo me ponía por cabezonería), de modo que me fui a la barra y me senté, me pedí otra copa y suspiré hondo. Los pies me estaban matando y me latían, pero temía que, si me los quitaba, no me los podría poner de nuevo. En esos pensamientos tan profundos estaba yo (mis queridos pies) que no me di cuenta de que un baboso se me acercaba hasta que arrimó cebolleta en mis piernas. Le aparté de un empujón de pura impresión y susto, a lo que alzó las manos y me empezó a pedir tranquilidad. Yo le dije a él que se alejara, que quería estar sola.

Le recuerdo vagamente: no muy alto, pelo castaño, nariz prominente. No es mucho, pero es que no me fijé demasiado en él. Al cabo de un rato, noto un toque en mi espalda y me giro sonriente, pensando que era una de mis amigas, pero vuelve a ser el mismo. Ya cabreada, le digo que me deje en paz, pero él se ríe y me señala el otro extremo de la discoteca, diciendo que está allí con sus amigos. Me comenta que vaya allí con ellos, que nos lo pasaremos muy bien. Yo ya no sabía cómo decirle que me dejara tranquila, así que busqué a mis amigas entre la multitud, mirando a todas partes. En cuanto las localicé, terminé mi copa de un trago y me fui con ellas, bastante molesta.

No sé cuánto tiempo pasó, pero creo que no demasiado. Empecé a sentirme desubicada, mareada, me costaba hablar. Mi mejor amiga me preguntó si estaba bien y le dije que sí, que solo necesitaba salir a tomar el aire. No recordaba haber bebido tanto, pero pensé que el aire fresco me sentaría bien.

Estaba en la zona de los aparcamientos cuando una mano callosa me toca la cintura y baja hacia mis piernas. Quiero gritar, pero todo me da vueltas. A partir de ahí recuerdo pocas imágenes: no podía sostenerme bien y creo que me caí, escuché una risa y empecé a notar manos en mi cuerpo. Estaba medio soñando, puede que me durmiera, porque lo siguiente que recuerdo es la inconfundible voz de mi mejor amiga, mi niña querida, gritando como una posesa.

A la mañana siguiente me contó que me llevó a su piso a dormir, y que me encontró en el aparcamiento con un chico bajito sobándome en el suelo. Ninguna dijimos una sola palabra, ni entre nosotras ni a nadie, hasta hoy.