Me diagnosticaron TDAH con 24 años (a día de hoy tengo 35), esto es curioso porque normalmente este trastorno se suele diagnosticar en la infancia. Siempre he tenido problemas de impulsividad y esto afectaba a mi gestión de la ira (y en ese momento, por cosas de la vida, tenía mucha acumulada). Necesitaba ayuda, la pedí y tras muchas valoraciones psicológicas y psiquiátricas (bastante rollo) me dijeron que lo que tenía era un trastorno por déficit de atención e hiperactividad. Evidentemente yo no tenía ni idea de lo que me hablaban.

Mi primera reacción fue: «¡¿pero cómo voy a ser yo hiperactiva si soy una vaga redomada?!» con la consecuente carcajada de mi psiquiatra, claro.

Entonces me explicó que no todos los pacientes con TDAH tienen los mismos síntomas y que además la hiperactividad no solo es una cuestión física y que también puede darse a nivel de cerebro y pensamientos. En ese momento comprendí eso que mi madre lleva diciéndome desde bien pequeña: «respira, no hables tan rápido, que te trabas y no te entiendo». Lo que pasa es que mi cabeza iba (y va) mucho más rápido que mi boca, vale. Porque es verdad, cuando era niña no paraba ni de hablar, ni de hacer todo lo que no tenía que hacer (¡jeje!).

Lo de la falta de atención lo pillé a la primera. Tantas horas sentada delante de los apuntes sin grandes resultados ahora cobra sentido. La concentración nunca ha sido mi fuerte, el vuelo de una mosca siempre me ha resultado más atractivo que cualquier otra cosa. No es que sea tonta ni nada parecido, es que mis neurotransmisores funcionan de manera un poquito diferente que los de las personas sin TDAH. Saberlo me alivió hasta límites insospechados y me hizo reconciliarme conmigo misma. Tenía cientos de preguntas que mi psiquiatra pacientemente intentó solventar. Pero sobre todo se centró en hacerme ver que no había absolutamente nada malo en mí y que con algo de ayuda conseguiría tener una vida plena y feliz.

Estuve medicada durante una temporada y creo que eso, aunque suene un poco tremendista, me salvó la vida. La medicación me ayudó a terminar una carrera universitaria que llevaba años arrastrando sin sentido. De repente sacaba notazas y hasta hubo profesores que quisieron tutorizarme un posible doctorado (que nunca hice). Todo esto me motivó a hacer cambios personales tremendos y muy positivos. Conseguí poner en orden mis prioridades y empecé a aprender a gestionar mis emociones de la manera más óptima posible (y digo empecé porque años después sigo aprendiendo cada día). Me ayudó a ser consciente de las pequeñas limitaciones que suponía vivir con TDAH en una sociedad absolutamente rígida con cualquier cosa que se salga un poco de la norma.

Hoy en día vivo haciendo frente a las frustraciones propias de nuestra generación. Los niveles de concentración van a ratos, pero me gusta mucho mi trabajo. Creo que he conseguido un equilibrio bastante majo, pero intento ser honesta y creo que si necesitara ayuda en algún momento no tendría ningún problema en pedirla otra vez. Mi entorno más inmediato también ha tenido que aprender a convivir con el TDAH y con mis particularidades… esto no es ningún drama, todos tenemos nuestras cositas, pero se agradece mucho porque a ratos debe ser bastante desesperante lidiar conmigo.

¿Que por qué escribo esto? Pues porque me parece muy importante visibilizar estas pequeñas historias para quitarle el estigma a trastornos que tenemos un porcentaje considerable de la población. Vivir con TDAH no es fácil porque la gente espera cosas de ti a las que no puedes llegar de manera «normal», pero para nada es un trastorno incapacitante ni nada parecido. Simplemente funcionamos de manera un poquito diferente y el día que seamos más flexibles y asumamos que todo el mundo tiene capacidades distintas conseguiremos una sociedad un poquito más justa.