Hoy he estado mirando atentamente a mi hija mientras se vestía y charlábamos. Me parece increíble que el tiempo haya pasado tan rápido: parece como si fuera ayer cuando aún era un bebé, totalmente dependiente y eternamente enganchada a mi teta.

Y ahora, muy pocos años después, tan pocos que han volado, resulta que sus pechos son casi más grandes que los míos.

Y es que solo tiene diez años pero se está desarrollando a la velocidad del rayo: su cuerpecito ya está lleno de pelo en zonas donde hasta hace tan solo pocos meses no había nada, la forma de su silueta y de sus caderas ya no es recta e infantil sino curvada con predominancia de sus caderas.

Hace solo un año se veía como una pequeña muñeca y ahora su cuerpo parece más el de una mini mujercita.

 

 

Yo la miro y me extasio al darme cuenta de la bella persona en la que se está transformando lentamente, despacito pero tan rápido al mismo tiempo que apenas me he dado cuenta.

Por esta conciencia de sus cambios corporales, tengo la sospecha de que su regla no tardará demasiado en hacer su aparición, al igual que me sucedió a mí que también me desarrollé muy pronto físicamente y acabé teniendo mi primera menstruación con tan solo once añitos.

Yo veo su figura de pequeño proyecto de mujer y recuerdo en un flash cómo fue el día en que a mí me vino la regla y lo que lloré amargamente, presa de un cúmulo de distintas emociones provocadas supongo que en parte por el cambio de hormonas y por mis propias creencias sobre lo que me estaba pasando:

Me recuerdo llorando asustada por haberme encontrado llena de sangre, a pesar de conocer perfectamente los ciclos femeninos y saber que eso me acabaría pasando.

 

 

Me recuerdo lidiando con la incomodidad de acostumbrarme a llevar mi primera compresa y con un malestar físico nuevo para mí.

Tengo sobre todo guardada la imagen de la reacción emocionada de mi padre y de sus palabras que se grabaron a fuego en mi: “ya eres una mujer” pronunciadas desde su mejor intención, con dulzura, una sonrisa y lágrimas en los ojos.

Me recuerdo triste ante esas palabras porque me parecía demasiado pronto y porque el hecho de tener la regla me alejaba definitivamente de esa preciosa y feliz infancia que había tenido la suerte de disfrutar.

Era como un aviso de la cuenta atrás, como una advertencia de despedida de una fase de la que aún no quería salir ni estaba preparada para abandonar.

 

 

Cuando todo ese primer momento pasó, volví a mi cuarto a tirarme en el suelo y continuar mi juego con mis cliks de Fabobil con una nostalgia dolorosa que cinco minutos antes nunca había existido y con un extraño sentimiento de impostora. De que, de golpe y porrazo, ya no me correspondía seguir jugando como “mujer” que era.

Miro (y admiro) a mi hija. La observo, la escucho y me doy cuenta de que sigue siendo una niña, mi niña, y que todavía lo será durante algún tiempo más, independientemente de los cambios de su propio cuerpo.

Por eso, aunque la llegada de su regla seguramente sea inminente, no la felicitaré porque la naturaleza siga su curso.

La apoyaré y comprenderé si no le hace mucha gracia, si no se encuentra bien de primeras y necesita digerir la idea de esa nueva fase.

Compartiré mis experiencias y mis consejos, siempre y cuando los necesite, para que sienta que no está sola y que todas hemos atravesado ese mismo momento y estamos con ella.

 

Aprovecharé para hablarle de que las chicas somos cíclicas como la Luna, tal y como narra el maravilloso libro Luna Roja de Miranda Gray.  Le contaré sobre la magia de cada una de las etapas que marcan nuestras fases menstruales, cómo conocerlas y conocernos mejor a través de ellas y aprender a aprovechar sus características.

Y sobre todo, simplemente la abrazaré y la acompañaré con todo mi amor en esta nueva etapa, permitiendo que el tiempo termine de cerrar, a su propio ritmo y sin ninguna prisa, las anteriores.