No me tatúo donde quiero, sino donde no me da vergüenza

 

Cuando tenía tres años le dije a mi madre que me quería hacer un tatuaje.

Ella, que siempre ha pecado de subestimar mis amenazas, me dijo que podía hacer con mi cuerpo lo que me diera la gana. En cuanto cumpliera los dieciocho.

Y yo, que a terca no me gana nadie, me hice mi primer tatuaje el día de mi décimo octavo cumpleaños.

Tardé un tiempo en repetir, no obstante, después de los treinta me vine arriba y ahora mismo acumulo más de veinte tatuajes a lo largo y ancho de mi anatomía.

Bueno, mentira… No tengo los tatuajes repartidos por el cuerpo… La mayoría los tengo todos apretujaditos en los brazos, los pies y las manos.

Podría decir que es porque me gusta tenerlos en lugares donde yo pueda verlos, pero estaría mintiendo. Me da hasta un poco de corte admitirlo: No me tatúo donde quiero, sino donde no me da vergüenza que trabaje el tatuador o tatuadora.

Tan triste como real.

Cada vez que se me ocurre un tattoo nuevo, le doy vueltas y vueltas hasta que logro ubicarlo en mi zona de confort.

No me cuesta nada decidir qué diseño quiero plasmar en mi piel, eso siempre lo tengo claro. Lo que me cuesta es decidir dónde me lo hago. Y es que tengo muchas cosas que valorar antes de optar por un sitio u otro.

 

No me tatúo donde quiero, sino donde no me da vergüenza

 

Ya no se trata solo de que hay lugares en los que no lo haría nunca porque odio esa parte de mi cuerpo, no. Me veo obligada a descartar muchas localizaciones porque requerirían mostrar más carne de la que estoy dispuesta. Es decir, no es que no esté dispuesta, es que no soy capaz.

Me da muchísima vergüenza tener que quedarme en sujetador, por ejemplo. Querría tatuarme la columna vertebral y no me lo planteo en serio solo porque no hay forma de hacerlo sin tener que desnudarme de cintura para arriba. Lo mismo me pasa con los omóplatos, la base de la nuca, las clavículas… Vamos, lo que viene siendo el tronco. O, mejor dicho, lo que viene siendo cualquier zona por la que tuviera que enseñar tripa.

No me tatúo donde quiero, sino donde no me da vergüenza
Foto de Lucas Guimarares en Pexels

Y, aunque eso ya es bastante lamentable, aún hay más. Antes de tomar una decisión y pedir cita para tatuarme, hago mis cábalas para saber cómo voy a tener que colocarme en la camilla. Es un traumita que tengo desde una vez que, en plena sesión, mi tatuador tuvo a bien advertirme de que tuviera cuidado con cómo me subía para ponerme boca abajo. Me contó la anécdota de una chica ‘gordita como tú’, que se había apoyado mal y había acabado volcando la camilla de marras. No lo hizo con maldad, pero el tipo se partía la caja contándolo. Y esa gilipollez me condiciona mogollón desde entonces.

No me tatúo donde quiero, sino donde no me da vergüenza

 

Es por todo esto por lo que paso de hacerme lo que me gustaría y me conformo con lo que me atrevo. Incluso cuando el motivo es una tremenda estupidez. Porque soy muy consciente de que la única que se pone límites soy yo misma. Que a la persona que me tatúe le importa una mierda mi grasa abdominal, mis estrías o lo que sea que me provoca a mí tanta vergüenza.

Pero no por ser consciente me cuesta menos.

Así que nada, mientras no consiga quitarme los complejos seguiré tatuándome los escasos huecos libres que me quedan.

A ver qué pasa cuándo se me acabe la piel disponible, pero no las ganas de decorarla.

 

 

Anónimo

 

Envíanos tus movidas a [email protected]

 

Imagen destacada