Adoro tatuarme. Soy de esas personas que hablan sobre la adicción a la tinta, que cuando acuden a un estudio, mientras todavía tienen el diseño a medio terminar, ya están hablando de las ideas que tienen para el siguiente. Y al igual que planeo las decenas de cosas que me gustaría tatuarme, que me he hecho tatuajes en pareja (sentimental o con amigas) y que podría plantearme hacerme un tatuaje en grupo, nunca creí que estuviera deseando recibir el diseño de este, el que sé que será mi próximo tatuaje.

Hace unos años salí del infierno. Suena dramático y supongo que os imagináis una situación extrema de supervivencia y, en el fondo, no os equivocáis mucho. Hace unos años logré salir de ese trabajo que me/nos tenía atrapada en un bucle infinito de malestar, fatiga y depresión, ese sitio donde muchas personas han vivido conmigo mis mejores momentos empañados por la oscuridad del Mobbing laboral, también los peores, nuevamente acompañados de estrés y desprecios. Y es que es así como nos referimos algunas amigas y yo a aquel sitio (ciertamente infernal) donde juntas pasamos momentos de risas, complicidad y distensión, donde dejamos apoyada nuestra juventud sin darnos cuenta que se estaba acabando, donde discutimos por el estrés del momento y nos chocamos las cinco un rato después, donde muchas nos enamoramos, nos casamos y formamos familia y algunas nos separamos de nuevo y seguimos allí, juntas (cada vez menos, cuando la fortuna aparecía para alguna en forma de salida laboral). Fuimos ciertamente felices en un lugar donde las condiciones no eran propicias precisamente.

Hicimos una buena piña entre nosotras, casi todas mujeres, cada una con su historia, cada una con su forma de ser totalmente diferente, pero todas con un enorme corazón.


Recuerdo aquella vez que la tirana mayor del reino vino a por mí (para no variar) y pasó un turno completo hablando siempre con la compañera que estuviese más cerca (para que yo pudiese escuchar) de lo mucho que le molestaba contar con personas inútiles en su plantilla, les explicaba de forma cínica lo malo que sería que hicieran ciertas actividades, justamente las que me mandaba hacer a mí, recuerdo su tono de burla, su gesto de superioridad, su manera de meter el cuerpo para obligarme a cambiar mi camino cuando tenía prisa y no debía tropezar… Pero lo que más recuerdo de aquella hora punta de un sábado era la mirada de Patricia.

Esos labios de los que siempre salían bromas, que tenían una sonrisa perfecta tatuada, esos labios susurraban “tranquila” y yo, en la presión de necesitar aquel trabajo, en la tensión de no dejar escapar un grito porque no podría parar de gritar jamás por la rabia, me sentía bien, acompañada, comprendida y valorada, porque ella estaba viendo la injusticia y se intentaba deshacer de la complicidad que aquella tirana intentaba buscar en ella mientras me miraba fijamente, como si con sus ojos pudiera sostenerme. Recuerdo cómo, unos meses después, la jugada fue al contrario (aunque no era habitual) y era ella quien borraba su sonrisa ante el acoso recibido y yo la que, al pasar a su lado le agarraba un brazo y lo apretaba fuerte unas milésimas de segundo para que sintiese mi apoyo y supiese que estaba allí, que debíamos aguantar pero que pronto se acabaría. Ese “pronto” llegó antes para ella que para mí. Aquel infierno fue más largo para mi que para cualquiera de mi piña. Todas fueron encontrando su camino y yo seguía allí, anclada en el infierno, viendo como solo yo ardía. Conocí nuevas generaciones de personas maravillosas que debían empeorar sus vidas un tiempo por dinero, y he sacado grandes amistades de esos momentos, pero sin mi piña original se me hizo eterno.

Fuera al fin, todas libres de insultos y momentos de tensión, lográbamos seguir viéndonos cada pocos meses para darnos el cariño que siempre nos tuvimos, para prestarnos el apoyo que alguna podría necesitar y para celebrar los logros que íbamos consiguiendo. Por eso somos “lo mejor que nos ha dado el infierno”, buenas amistades que no necesitan verse cada día, pero que están siempre ahí, a un WhatsApp de distancia.

Hace unos años, unos meses antes de poder juntarnos de nuevo en mi boda, Patricia nos dejó. Nos dejó como ojalá nadie os deje, nos dejó con el hermoso recuerdo de su sonrisa, de sus bromas constantes, de su espíritu fiestero, de su forma de estar fingiendo no estar, de su preocupación despreocupada. Se fue siendo joven, sana y muy querida, como nadie debería irse jamás. Se fue dejando a un montón de personas heridas que sobrevivieron aquel infierno sin saber que les esperaba uno real. Ella era, sin duda, lo mejor del infierno. La única persona que jamás he visto discutir, que jamás ha dejado salir una mala palabra hacia otra persona. Ella era alegría y, con el tiempo, creo que estamos consiguiendo recordarla solamente así, con alegría. Conseguimos llorar con una sonrisa en los labios en su memoria y recordar juntas aquellos extraños piropos que nos dedicaba siempre, sobre todo si veía que no tenías un buen día.


Jamás creí querer hacerme un tatuaje con todas ellas, pues lo que nos unía no era en absoluto bello, no sería un recuerdo bonito que tener entre todas, porque el nexo sería aquel infierno. Pero ahora, tras otra de esas bodas deseadas, entre copas y congas y, sobre todo, tras bailar juntas su canción, alguien dijo “se merece un tatuaje”. Y creo que fue la vez que más ganas he tenido de llamar a mi estudio y pedir cita, corriendo, para mi y para todas las que se nos quieran unir.

Ella era única, es también un precioso nexo entre nosotras y, aunque hay algunas que conservan sus hermosas pieles vírgenes de tinta, sé que serán las primeras en acompañarnos en cuanto tengamos ese diseño tan emotivo que nos haga seguir para siempre sonriendo con los ojos empañados y una anécdota guardada donde nuestra amiga (AMIGA) nos hubiese deleitado con una de sus putadas desternillantes.

 

Actualización: y aquí está, con nosotras para siempre.