Siempre.
Tú, que sabes que puedes hacerlo, claro, no cualquiera.
Tú, que te ganaste el título de mi “Pepito Grillo” real.
Tú, que tienes licencia para matar los pájaros de mi cabeza cuando en lugar de volar se estampan unos contra otros.

Aunque no quiera escucharte la mayor parte de las veces y aunque sepa que hacerlo supondrá dolor, rabia, disgusto o me contrariará. Y a mí, todos lo sabemos, no me gusta mucho eso de ser rebatida, contradicha o replicada.

Nadie quiere escuchar a la voz de su conciencia cuando le dice que está equivocado mientras va sin frenos y cuesta abajo a tope con una sonrisa que acabará mellada del golpe. Porque en nuestra cabeza todas nuestras ideas son inqueblibles increíbles y un baño de realidad no suele ser con burbujas relajantes.

Hay momentos en los que todos tendemos a callar el susurro del “ángel” que se posa en nuestro hombro derecho para prestar toda la atención a lo que nos incita a gritos el “demonio” que se posa sobre el izquierdo.

Y para esos momentos, esos en los que nuestro juicio se ve empañado, necesitamos a «ese alguien» que nos ponga los pies sobre la tierra.

Alguien que arranque la venda que nos cubre los ojos para ver la realidad que nos negamos a aceptar.
Alguien que nos cuente lo que no queremos escuchar.
Y que cuando tenga que hacerlo y nos derrumbemos, se tire al suelo con nosotras para luego salir juntas, renovadas y listas para otra.

A mi “alguien”; aunque sea consciente de la necesidad de tu existencia no significa que te vaya a escuchar, ya sabes que soy muy de darme el porrazo yo misma, que de ahí es donde aprendo, o más bien aprehendo. Pero gracias a ti quizás el golpe sea más soportable, o al menos en buena compañía.

Qué suerte la mía de tenerte, y hablo en singular, porque es un puesto de tal valor y confianza que siempre es mejor que sea unipersonal.
A veces más de uno se gana ese cargo, pero no todo el mundo se merece el derecho a decirte lo que debes hacer con tu vida, lo que es mejor para ti y cuándo la estás cagando.

Todo lo contrario, nadie tiene derecho a juzgar mis acciones pero tú te ganaste ese derecho y con él yo me gane un paracaídas con el que no tener miedo de tirarme al vacío.

Así que te pido que, por favor, me digas siempre lo que no quiero escuchar.

Si estoy siendo una imbécil, si estoy siendo una egoísta, si estoy siendo injusta, si estoy cayéndome por un precipicio y a mi me da la sensación de que estoy levitando…
Si llevo el diente pintado de carmín, si me quedó el vestido mal colocado y se me ve el culo, si se me quedó un trozo verde entre los dientes, si llevo un moco en la punta de la nariz, si esa prenda nueva me queda horrible, si sabes algo que se dice sobre mí y debería saber, si tras decirme algo de todo esto se me corrió el rimel por toda la cara cual Zulema.

En fin, todo.
Profundo y banal.
Te legitimo para ejercer el cargo de mi conciencia libremente, sin mandato imperativo y con potestad para darme las collejas necesarias si con el diálogo no consigues que te escuche.

Sé que no hace falta que te lo pida. Incluso sé que muchas veces no hace falta ni que me lo digas, que solamente una mirada es suficiente para hablar (no pude resistirme a meter la frase de “Nadie como tú” de LODVG).

Gracias por todo lo bueno, pero sobre todo, gracias por compartir y estar en todo lo malo, que lo primero es lo fácil, pero… ¡Ay, qué difícil es lo segundo!.

Marta Freire