Prohibido correr en la playa: complejos de una niña gorda

Como ya dije en una ocasión por aquí, un niño no sabe que está gordo hasta que se lo dicen. O, dicho de otra manera, no sabe que estar gordo tiene una connotación negativa hasta que alguien hace burla de ello. De manera que mi yo de 6 años no era consciente de que mi cuerpo pudiera llegar a molestar a alguien cuando empezaron mis vacaciones de verano. 

Como muslona de nacimiento que soy, resultaba llamativo verme con ropa veraniega. Yo misma notaba cierta incomodidad llevando bañador, porque dentro de mi inocencia notaba cómo la gente se me quedaba mirando. Odiaba aquella sensación. Incluso podía percibir que se creaba cierto silencio en mi familia, lo cual era aún peor. 

Nadie, absolutamente nadie, me decía que estuviera mal que me pusiera aquella ropa, pero era capaz de percibir que resultaba chocante ver a una niña tan pequeña moverse de aquí para allá con sus carnes sobresaliendo. Como cualquier otra niña, jugaba en la orilla, saltaba cuando venía una ola, corría cuando la arena me achicharraba los pies… Nadie me frenaba y, sin embargo, sentía como si, puntualmente, las personas que compartían esos momentos conmigo se avergonzaran de mi cuerpo. 

la playa

A esa edad, no me importaba tanto. Prefería pasarlo bien a preocuparme por lo que lo adultos pensaran sobre mí. Cuando fui algo más mayor y comprendí que los niños de mi edad se habían contagiado de aquello mismo que pensaban los adultos sobre mi cuerpo, sí que me empezó a afectar. 

Ya no quería quedarme solo en bañador en la playa. Si me sentaba, me ponía delante una mochila para que no se me viera la tripa. Es más, una parte de mí no quería estar allí porque se sentía exhibida bajo una mirada que rechazaba lo que yo era, o más bien, que no toleraba que yo me quedara tan pancha correteando y moviéndome por la orilla porque las gordas tenían prohibido mostrar sus carnes con orgullo. Pero sí estaba bien visto que fuera pudorosa al ponerme un bañador, en lugar de un bikini. O cubrirme bajo una camiseta ancha mientras no me estuviera bañando en la playa. Y comiendo lo menos posible, ¡se me olvidaba lo más importante! 

Si me ofrecían patatas fritas, había que decir que no tenía ganas. ¿Dos bocadillos? Jamás. Con uno tengo suficiente, ya comeré fruta si me quedo con hambre. ¿Refrescos? Prefiero agua. A veces, sí que comía helado, pero hacía tanto calor que hasta a una niña gorda se le perdonaba caer en semejante trampa calórica. 

comer

Ninguna de esas decisiones me hacía parecer menos gorda, pero desde fuera quedaba patente un mensaje: me avergonzaba ser quien era y estaba tratando de cambiarlo. 

Así fue como, siendo aún una niña, comprendí que muchas veces no molesta el cuerpo que tenga una persona, sino que se vea bien con él, dado que va en contra de lo que la sociedad entiende como normal. Y, paralelamente, así fue como empezaron mis complejos. Porque actuar en público mostrando rechazo a tu propio cuerpo y aludiendo al hecho de que estás tomando medidas para cambiarlo, está bien visto. Lo malo es que si, en un periodo de tiempo, esas medidas no funcionan y tu cuerpo sigue igual (porque no siempre depende de nosotras cambiarlo), entonces la sociedad volvería a reprocharte que eras una gorda que estaba así porque quería. 

¿Y quién quiere ver a una gorda corriendo en la playa?

 

ELE MANDARINA