Amantísimos defensores del puritanismo más rancio y machista, id preparando vuestras caras de escándalo máximo porque voy a confesaros una cosita que os va a horrorizar más que el yogur de chorizo ibérico. ¿Preparados? Pues bien… soy una puta. Quizás no de profesión (aunque últimamente me lo plantee gracias al asqueroso panorama laboral que nos han dejado a los jóvenes de este país), pero sí lo soy de hecho. Muy, muy puta. Y no me da vergüenza decirlo.

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Pese a no haber acumulado en mi putiagenda una cantidad desorbitadísima de amantes −en parte porque hasta los 19 me mantuve en el más absoluto y asfixiante celibato−, el número de conquistas que me han quitado las bragas no se pueden contar solo con los dedos de las manos. Nope. Algunas de ellas fueron un simple aquí te pillo, aquí te mato contra cualquiera de los árboles que rodean el Templo de Debod; en otras, la química con Follanito o Pinganito hicieron que los encuentros se repitieran entre tardes de cine o noches de fiesta; y también mantuve relaciones monógamas estables que duraron varios años y que, curiosamente, me permitieron desarrollar mi faceta putil en su máxima potencia. 

Y es que, por ejemplo, que me acabaran de dar lo mío y lo de mi prima sobre la mesa de la cocina no me ha impedido nunca hacerme un bis con los dedos al recordarlo después en la cama, al lado del empotrador ya roncante. Y, si me faltan excusas, pues leo relatos eróticos o hago sexting con cualquier elemento del mundo Tinder. ¡O mejor!: pincho al azar en una de las tropecientas categorías que ofrece TubeGalore y saco del cajón de la mesilla de noche el juguete falomorfo que se me antoje en ese momento. Porque yo, señoras y señores, me masturbo como una cerda casi a diario y, si por causas ajenas a mi persona tengo que estar unos días sin tocarme, se me llevan los demonios y ¡pobrecito del primer follamigo que pille!

Porque sí, porque soy una puta de mucho cuidado. Que gozo más que una manada de bonobos cuando sospecho la inmediatez de un contundente azote a mano abierta en mi pandero descomunal. Que me vuelve loca el morbo y, si hoy estoy lamiéndole los centímetros a uno mientras conduce a 120km/h, mañana puedo estar montándome un trío con una adorable pareja. Que cualquier superficie horizontal, vertical u oblicua me vale y nunca es mala hora si de frungir se trata. Que me encanta hablar de pollas, culos, tetas y chirris sin autocensurarme; y cuando alguien me dice aquello de «¡que te den por culo!», yo respondo «¡Dios te oiga!» sin poder evitarlo. 

¿Y todo esto por qué? Porque soy una puta, una zorra, una guarra, una comepollas, una buscona, una viciosa, una bollera, una ninfómana, una obscena. Una mujer que libremente decide, de entre todas las posibilidades, entender y vivir su sexualidad como algo natural, exprimiéndola al máximo, sin prestar atención a los prejuicios tras los que algunos y −lo que es peor− algunas acallan sus propios anhelos secretos. Así que sí, joder, SOY UN PUTÓN VERBENERO. Y lo voy a gritar a los cuatro vientos hasta que os deje de sonar a insulto, queridos lectores, porque si lo conseguimos con gorda, debemos hacerlo ahora con puta. Y seremos un poquito más libres. 

Najima Caeli