¿Qué hay de aquellas niñas de la escuela que sí estaban buenas y ya no?

Te cuento mi experiencia.

 

Es que es pegadiza la canción, eh.

La escucho y me paso el resto del día a golpe de ‘Soy aquella niña de la escuela, la que no te gustaba ¿me recuerdas? Ahora que estoy buena paso y dicen oh nena, oh nena’.

Y la oigo, la canto, la bailo y algo se me mueve dentro.

No porque me sienta identificada por haber sido yo misma un patito feo ahora convertido en un hermoso cisne.

Para nada.

En realidad, me toca la fibra justo por lo contrario.

Porque yo fui una de esas niñas de la escuela que sí estaban buenas y ya no.

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Una de esas que le molaba a la mitad de los chavales y que siempre tenía pretendientes detrás.

Que gustaba a los de su clase y a los mayores.

Una que, para cuando pasó a bachillerato, de pronto ya no estaba ni la mitad de buena.

Que entró en la adultez sufriendo por un cuerpo que, a pesar de su corta vida, no dejaba de ir a peor.

No puedo negar que lo pasé mal, fue una época complicada para mí.

Mi autoestima mal acostumbrada tardó años en reponerse del daño que supuso ver cómo nuestro envoltorio, antes lozano y atractivo, se volvía grande, blando y motivo de mofa.

Si los chavales del instituto murmuraban a mi paso, ya no era por nada bueno.

Cambié mi forma de vestir y donde antes había piel y formas definidas, ahora había mucha tela holgada y colores oscuros.

En fin, que sí. Que me gustaría poder decir con la cabeza bien alta que amé mi nuevo cuerpo con sobrepeso como amaba al que tenía antes.

Pero he de confesar que no.

Lo odiaba.

Lo odié, lo maltraté, lo escondí todo lo que pude, lo repugné y me avergoncé de él.

Le privé del sol, del mar, de la brisa fresca sobre la piel.

Le infligí dolor.

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Hubo un tiempo en el que hubiera deseado que fuese al revés.

Me habría gustado pensar en mí en los mismos términos que la chica de la canción de Lola Índigo.

Verme convertida en una yo mejorada físicamente que pudiera darle en las narices con su nuevo cuerpazo a los que se reían de ella cuando no era tan agraciada.

En cambio, me ha tocado ser la que se encogía cuando se encontraba con un antiguo compañero del colegio. La que, mientras hablaban de aquellos locos años o se ponían al día, no dejaba de imaginar que el otro se estaba preguntando cómo había podido estropearse tanto.

Una que sentía vergüenza y, si podía, prefería evitar el encuentro.

Que se comparaba y se lamentaba cuando veía a compañeras cuyos cuerpos habían sabido evolucionar y llevar mejor el paso de los años.

 

Hoy por hoy soy toda una señora gorda que hace mucho tiempo aceptó que no iba a volver a tener tipazo.

Me ha costado sangre, sudor y lágrimas, pero he entendido lo afortunada que soy por tener un cuerpo que, aunque no sea el más bonito, está sano, me lleva, me trae, me da placer, ha gestado dos hijos y cada día me permite disfrutar de una vida que ha sido mucho más plena y feliz desde que dejé de preocuparme por mi apariencia.

 

¿Qué hay de aquellas niñas de la escuela que sí estaban buenas y ya no?

Pues, en lo esencial, hay lo mismo que de las que no gustaban y ahora están buenas. Y lo mismo que de las que no llamaban la atención.

Porque, antes o después, terminamos por darnos cuenta de que nuestros físicos no definen lo que somos.

 

 

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