El combo chichi-culo-pezón está considerado, socialmente, como el secreto que cada mujer debería tener mejor guardado. No importa demasiado que se te note a la legua que eres una inculta, que eres racista, que eres del Real Madrid o que crees en la resurrección de la carne y la vida eterna, amén. Que no te avergüence no saber expresarte en voz alta o enseñar el tanga por encima de los pantalones, porque lo único por lo que vas a ser señalada es por haberte desnudado.

Gracias a Dios, el desnudo sigue ofendiendo, tropecientos años después de que Adán y Eva se sintieran, por primera vez, pudorosos. Desnudarse en un sitio público está considerado una alteración del orden, tu cuerpo es algo que molesta y perturba a otros cuerpos. Y desnudarse en la intimidad aún entraña todo un ritual que todavía huele a obsequio, y que a veces va ligado al miedo y la inseguridad que provoca una ligera, pero muy común, falta de autoestima.

No sabemos valorar nuestros cuerpos, y tampoco somos culpables, porque nunca nos han enseñado. Nos asusta enseñarlos y nos incomoda verlos. Desnudos nos sentimos más vulnerables y perdemos el tiempo en sentirnos culpables cuando lo que deberíamos es sentir la naturaleza que da forma a cada uno de nosotros.

La intimidad, después de Facebook, ha quedado reducida a tu entrepierna. Cuando los secretos se airean a diario, las opiniones se venden al mejor postor y las selfies nos taladran en cada red social, el decoro ya no está relacionado con el saber estar, sino con el saber enseñar. Teta sí, pezón no. Glúteo sí, rajita del culo no. Y el toto, sin pelito, que si se ve pelo ya es ir a hacer daño.

En pleno siglo XXI el desnudo sigue siendo un desafío. Si es bonito, le plantamos el calificativo de artístico y nos quedamos tan tranquilos contemplando las tetas de cualquier mujer del pasado. Si es feo, lo consideramos una provocación e incluso una forma de acción social. Y el desnudo podrá ser bonito, feo, artístico, protesta, sexual, desagradable, robado, tímido, comercial, e incluso playero. Pero parece que ya nunca volverá a natural, normal o corriente.

Hace unas semanas me ofrecieron desnudarme ante el objetivo de una cámara. Un colega estaba realizando una colección de torsos y me pidió mi colaboración, y me sorprendió que, aunque me atraía la idea y me encantaban sus otras fotografías, en vez de pensar en la vergüenza que podría darme desnudarme ante un grupo de personas, pensé en cómo explicaría a la gente que había decidido mostrar mi cuerpo en un contexto que poco tenía que ver con la intimidad, y pretendía, además, difundir todo lo posible aquellas fotografías.

Desnudarse ante una cámara es una experiencia, cuanto menos, curiosa. Te enfrentas a ti misma de una manera brutal, a todos tus complejos. No tienes donde esconderte. Solo estáis tú, la luz y la cámara. Pero más interesante me ha parecido compartir esa foto con diferentes personas y fijarme en sus caras, y, sobre todo, escuchar sus comentarios.

Fotografía de @zumito
Fotografía de @zumito