Te acercas lentamente. Tienes los ojos entornados por el deseo y una mueca de rabia en los labios.  Me clavas los dedos en la cintura con violencia y a mí se me escapa un quejido de dolor que hace que te muerdas los labios. Arrinconas tu cuerpo contra el mío y siento como se me eriza hasta el último puto pelo de la nuca.

Y el olor. El jodido olor a bestia, a salvaje.

Me miras fijamente a los ojos: uno…dos…tres segundos y las piernas empiezan a flaquearme a causa del deseo. Y entonces me muerdes. Primero el hombro, con una mezcla de rabia y hambre que hace que las bragas se me mojen.  Aparto la vista  avergonzada y tú me obligas a sostenerte la mirada, furibundo. Luego viene el cuello, cada vez más fuerte, cada vez más despacio. Y cuando ya creo que me voy a desmayar por las ganas contenidas, te cuelas entre mis pantalones.

Casi puedo sentir el calor de tu cuerpo, la respiración entrecortada, la boca seca y las ganas de mojarlo todo. Me introduces un dedo, tomándote tu tiempo para observar mi reacción. Luego otro y me preguntas que si quiero más. Luego me tumbas en la mesa de tu despacho y me subes la falda hasta arriba, dejándome indefensa. Me acaricias las nalgas, primero suavemente, luego un golpe seco. Y yo gimo fuerte porque ya tengo ganas de correrme y aún no me has follado. Y entonces me agarras del pelo y entras muy dentro, tanto que me tengo que aferrar al borde de la mesa para no gritar.

Y en ese instante sólo somos piel y olor a sexo. Tus manos hundiéndose en mi carne con desesperación, tu pecho subiendo y bajando frenético y tus embestidas colándose muy dentro de mí. En ese momento es difícil saber dónde acabas tú y dónde empiezo yo. Y yo me voy yendo, con el sonido de tu piel contra la mía acompasada a mis gemidos.