Empezamos con los besos y las caricias en el cuello, la espalda o el trasero. El juego de bocas y el hormigueo sobre la piel me encienden, y enseguida quiero pasar al siguiente nivel. Él sabe cuándo es el momento de deslizar una mano por mis muslos, hasta lo más íntimo. Y yo, en cuanto noto esa incursión, me coloco de modo que tenga pleno acceso.

Es entonces cuando alterna entre besos en la boca y en los pechos, con sus buenos lametazos en la aureola y algún que otro mordisquito pícaro al pezón. Mientras tanto, no deja de mover hábilmente los dedos sobre mi clítoris, ejerciendo una suave presión y con movimientos circulares que lo estimulan. A veces recorre el camino hasta la abertura de la vagina e introduce un dedo, luego dos. Y no deja de besarme, de lamerme y de morderme. Si lo hace, es solo para susurrarme algo que sabe que incrementará el frenesí: “Te gusta, ¿verdad? Sí, te encanta”, y otras cosas más X que no reproduzco.

En ese momento, deseo que no pare nunca. Pero también quiero sentarme en su cara y moverme desde atrás hacia adelante para que me dé placer oral. O bien observarle desde arriba mientras se coloca entre mis piernas. O pasar al 69 para estimular nuestros genitales al mismo tiempo. Todo eso quiero y nada puedo, porque estoy inmovilizada por el placer y deseo que me siga tocando, besando y susurrando obscenidades al oído.

Aún no quería

Le hago peticiones pero, cuando se va a mover para cambiar, le sujeto la mano para que siga por donde va. ¡Es que lo hace tan bien! No sé valorar la pericia masculina en nuestra zona íntima de manera general, solo sé que son muchos años, que me conoce bien y que sabe exactamente qué teclas tocar para que explote de placer. Y claro, él sigue y sigue y yo me corro viva.

¡Joder! ¡No me ha dado tiempo de nada más! -me lamento, y él sonríe.

En la penetración, ya muy satisfecha, yo me esmero y él se sume en sus propias intensidades. Lo hago como me lo pida e insisto hasta que oigo el jadeo que anuncia su orgasmo. La eyaculación y sus ojos apretados ponen fin a la sesión.

No me quedo con ganas de más, pero, a la vez, se me hace corto. Hubiera querido más posturas, más lengua, más tocamiento y más obscenidades. Hubiera querido más deleite, pero siempre se termina.

El anticlímax

Pues bastaría con echar otro polvo, si quieres más, ¿no? No somos de repetir, la verdad. Con esa intensidad, uno está bien. Ahora lo que hay que hacer es limpiarse y seguir con la vida, que es domingo, mañana se madruga y aún hay que hacer la cena. Que si nos ponemos ahora dale que te pego otra vez, será más trámite que placer real, y empezaré a sentir los escozores del exceso del fricción. A él se le dormirán la lengua y los dedos, y yo no estoy para andar botando largo rato sobre su pelvis. Una tiene sus limitaciones, y a él como más le gusta es conmigo encima.

La sesión ha terminado hasta la próxima, no hay más. Con un poco de suerte, no habrá que esperar más de una semana, de media. Cada pareja tiene sus códigos y sus tiempos, así que poco sentido le veo a la obsesión por la frecuencia, y a decidir qué es mucho y qué es poco. Porque, sea lo uno o lo otro, lo importante es que esté bien y que no deje de haber ganas del otro de cuando en cuando.

La cuestión es que yo quiero uno y medio, y no hablo de frecuencia media semanal. Hablo justo de eso, de un polvo y medio cada vez que me pongo, así habrá que darle a la imaginación para encontrar el punto.

Azahara Abril

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