Tal cual, justo como dice el título, me ha tocado escuchar, no una sino dos veces, esta frasecita que la carga el demonio y que aún hoy, tras varias vueltas al sol (como dice la gente cool cuando no quiere admitir que le están cayendo más años que gotas cuando llueve), no alcanzo a comprender qué carajo hice o dejé de hacer para merecer que estos dos tipos, más o menos normales, me escupiesen este intento de chantaje canalla así, de manera gratuita y malintencionada.
Y os preguntaréis por qué a estas alturas de mi vida, siendo yo una mujerona hecha y derecha, se acuerda de estas historias ahora.
Pues resulta que uno de los responsables de estas amenazas ha decidido reaparecer en mi desordenada existencia en forma de me gusta/me encanta, dedicándose a chequear y a hacerse notar lo más posible en cada red social en la que me localiza. Y claro que una se alimenta de likes y de seguidores como la que más, pero me jode lo más grande, primero porque es casi el único que me sigue, y eso me taladra la autoestima, y segundo porque hay que ser muy imbécil para seguirme sin descanso en cada publicación, cuando hace años que ni siquiera nos miramos al cruzarnos por la calle.
Las dos historias ocurrieron con solo unos meses de diferencia y la situación fue bastante surrealista y ojalá que poco común, nunca he hablado de esto con nadie y no sé si pasa a menudo, pero no se lo deseo a nadie.
Lo que sí sé es que, por aquella época a mí me interesaba más el deporte que los chicos y no era para nada la típica chica que se arregla y le gusta tontear, más bien era paradita con los temas amorosos y tenía bastante inseguridad, vamos que no era yo una tía que daba esperanzas a diestro y siniestro para luego despedazar corazones…
La historia del segundo chico que me amenazó con quitarse la vida si no salía con él, se puede resumir en dos o tres párrafos y para mí fue menos traumático que con el primero, me lo tomé con menos gravedad, aunque, manda huevis, que te lancen eso como si nada y allá te las apañes… El
susodicho acababa de salir de una relación larga y estaba desatadísimo, tanto que casi cualquiera que tuviese alrededor le servía y aunque no había una gran amistad entre nosotros, ni feeling de ningún tipo, a él empecé a interesarle y se le ocurrió, muy maduro por su parte, preguntarle a una amiga común si yo podría gustarle y ella, muy considerada con él y muy cabrona conmigo, le dijo que me pidiese una cita que a mí él sí me gustaba. Imaginad la seguridad con la que fue a conquistarme, yo sin saber nada, y el trompazo que se llevó cuando mi respuesta fue que no…
Me puso a parir en la calle, me llamó de todo menos bonita, utilizó la baza del suicidio para intentar ablandarme y después se pasó meses llamando al fijo de mi casa y colgando.
Lo que él no sabía era que su número quedaba grabado en el teléfono y a punto estuvimos de ponerle una denuncia. Pero como digo, hacía poco que había pasado por un trance similar pero más intenso y, aunque aún lo recuerdo, no me afectó tanto.
El primero, el que ahora vaga cual fantasma de “a todo like” por mis redes, intentó manipularme con su suicido para poder seguir controlando mi vida con engaños y falsa amistad incondicional. Que ahora que lo escribo, me parece aún más ruin que cuando ocurrió, probablemente porque en el momento me costó no dar crédito a sus estados de ánimo y a sus amenazas.
Tenía unos años más que yo, se metió en mi vida a través de unos conocidos y poco a poco terminó siendo amigo confesor, entrenador de mi equipo y guardián de mi vida. Yo me sentía bien con él y me divertía muchísimo con sus bromas y ocurrencias. Apreciaba su amistad y su conversación.
Pasó un tiempo y gente cercana a los dos que, viendo que comenzábamos a tener una amistad íntima, quisieron avisarme sobre su tendencia a obsesionarse y malinterpretar y yo, inocente como nadie, que creía que hablando las cosas todo queda claro, puse sobre la mesa el tema “no quiero un novio sino un amigo”. Hablamos sobre una historia que tuvo con anterioridad con una chica con la que ya no se hablaba y me creí todo lo que me quiso contar.
No fue una única vez, fueron varias las veces que le recordé que solamente como amigo me interesaba, porque notaba que cada vez tenía menos espacio con otras personas en mi día a día. Se empeñaba en irme a buscar a casa y en acompañarme de vuelta, acaparaba cada conversación y se estableció como mi sombra sin casi darme cuenta. Con amabilidad y mentiras, se convirtió en parte de mis días.
Gracias a la vida que en esa época no existía WhatsApp y aún vivía con mis padres, porque creo que, de ser de otro modo, el marcaje habría sido aún más épico y peligroso.
Llegó un momento en el que comencé a sentirme realmente incómoda con la actitud tremendamente ambigua que tenía conmigo. Me decía lo que quería oír, pero luego se portaba como un novio celoso, incluso llegó a amenazar a un chico que me gustaba para que no se acercase a mí, de esto me enteré después.
El momento en el que decidí cortar de raíz la relación con él fue el día que descubrí que iba diciendo a todo el mundo que yo era su novia. Me senté por última vez a hablar con él y le dije que no quería que siguiésemos siendo amigos, que sentía que no había sido sincero y que me estaba asfixiando el control disfrazado de amistad al que había estado jugando los últimos meses.
Por supuesto no le sentó nada bien e intentó disculparse y seguir con el juego del amigo íntimo, pero yo tenía claro que, aunque me doliese perder su amistad, no podía seguir alimentado esas ilusiones obsesivas que en ese momento ya podía ver con claridad.
Fue a partir de ahí cuando empezó a hacer sus apariciones en las quedadas de grupo, paseándose como alma en pena, serio, taciturno y destrozado, mientras me miraba de reojo, hasta que un día, a solas, me espetó a la cara que pensaba suicidarse. No recuerdo la conversación completa, pero si la sensación de ahogo y de responsabilidad que me invadió. Pasé unas semanas terribles, debatiéndome entre ceder a su chantaje y retomar la amistad o dejar que el asunto siguiese su curso, con la preocupación de haber hecho mal las cosas en esa historia y la sensación de ser responsable de los posibles desenlaces.
Una tarde, agotada con la ansiedad de no saber cómo actuar, decidí hablarlo con un amigo que no pertenecía al mismo grupo que él, no se conocían, y su consejo fue que hiciese mi vida lejos de esa persona que no me quería ni como amigo ni como nada. Aún recuerdo unas palabras que me dijo, que pueden resultar insensibles, pero que me dieron la fuerza para no volver a dejarle entrar en mi vida. Me dijo: “si vuelve a amenazarte con eso, dile que le compras tú las cuchillas, el que se quiere suicidar lo hace, no amenaza para hacer daño a otros”.
Afortunadamente, tenía razón y no pasó nada.
Con el tiempo dejó de doler, pero ha seguido en mi memoria mucho tiempo, provocándome malestar y nerviosismo si nos cruzábamos.
Ahora mismo es cabreo más que pena lo que siento, han pasado años, y tenerlo tan presente en mis publicaciones me ha hecho revivir en cierto modo, el acoso obsesivo al que me sometió.