Nos conocimos en un bar y de una forma muy poco original, la verdad. La nuestra no es una historia digna de película, ni siquiera de una de esas de sobremesa de domingo. Yo estaba con mis amigos, él con los suyos, cruzamos algunas miraditas… Nos presentamos, charlamos, nos enrollamos como si no hubiera un mañana y empezamos a salir. Al principio fue todo muy bien. Teníamos mucha química, era evidente. Pero con el tiempo vimos que no se trataba solo de química, nos gustábamos mucho desde el minuto uno y empezamos a querernos como en el cinco.

Y como ya no éramos ningunos críos y ninguno de los dos estaba por perder el tiempo, lo hicimos todo demasiado rápido. Tan rápido que, cuando nos fuimos a vivir juntos y él empezó a hablar de boda, me rayé.

 

 

De pronto empecé a tener dudas que no había tenido hasta entonces. A fijarme en detalles que en los inicios me pasaban desapercibidos. A preguntarme si de verdad éramos el uno para el otro. Si de verdad me veía con él dentro de treinta años o si solo me estaba dejando llevar porque era lo más fácil y conveniente.

 

No sé si fue por mis dudas o si porque a él le pasaba lo mismo, empezamos a discutir. De repente nos hablábamos mal. Los días malos empezaron a igualarse con los buenos, al punto de superarlos, incluso. Me dolía en el alma, porque le quería y porque habíamos compartido algo muy bonito, sin embargo, me armé de valor y rompí con él. Lo hice segura de que era lo mejor, de que no tenía sentido alargarlo para acabar sufriendo aun más. Él no estaba de acuerdo, pero terminó por darme la razón. De modo que nos separamos, nos repartimos lo poco que teníamos en común y cada uno se fue por su lado.

Decidimos que no íbamos a tratar de ser amigos, ya que nunca lo habíamos sido e intentarlo podía perjudicarnos más de lo que nos beneficiaría. Y, francamente, por mi parte lo llevé mejor de lo esperado. Me sentía incluso aliviada y agradecida de haber sido capaz de romper a tiempo. Estuve entretenida mudándome a casa de la amiga que me acogió mientras encontraba piso. Luego con la segunda mudanza, luego con un cambio de curro inesperado, etc.

Llevaba meses sin saber nada de mi ex cuando empecé a soñar con él. A lo bestia. Soñaba con él varias veces por semana. Eran sueños de todo tipo, buenos, malos o ni lo uno ni lo otro. Pero eran constantes y recurrentes. Soñaba con situaciones parecidas a algunas que habíamos vivido en la realidad. Soñaba que nos encontrábamos y hablábamos con nostalgia de lo nuestro. A veces soñaba que venía a buscarme y nos dejábamos arrastrar por la pasión… Algunos de aquellos sueños eran de un vívido que me despertaba sudando. Otros me dejaban pensando en él todo el día.

 

Le tenía tan presente a través de mis sueños, que comencé a dudar de nuevo. Lo mismo me había precipitado, lo había exagerado… Resolví que necesitaba verle en persona, a ver qué sentía cuando le tuviera delante en vivo y en directo. Así que le llamé, por saber cómo respiraba él. A lo mejor me llegaba con escucharle hablar para que se me pasara la paranoia.

Para nada, no estuvo ni cerca de pasárseme. Es que hasta se me pusieron las mariposillas en el estómago. Cuando, después de hablar más de media hora, me propuso quedar, yo ya estaba a punto de preguntárselo. Me moría por verlo y comprobar si las mariposas se iban a ir cuando le tuviera delante.

Pues no, no se fueron. Si acaso se multiplicaron. Porque a ese primer café postruptura le siguieron algunas citas más, como si volviéramos a empezar de cero. Solo que, aunque los sentimientos eran más intensos, esta segunda vez nos lo tomamos con más calma. De hecho, medio año después de aquella llamada, ahí estamos todavía… superenamorados y planteándonos si probamos a convivir otra vez o si esperamos un poquito más.

Todo gracias a una llamada que nunca hubiera tenido lugar, si yo fuera de esas que no recuerdan lo que sueñan.

 

Envíanos tu historia a [email protected]

 

Imagen destacada