Me presento: me llamo María, soy psicóloga y estoy inmersa en una racha de mierda. Digamos que se me han juntado muchas cosas. Laboralmente no estoy cumpliendo mis objetivos, socialmente me siento un poco sola, aunque objetivamente no lo esté, y mi vida amorosa es un agujero negro. Toco fondo y me doy cuenta de que se puede seguir cavando. Una maravilla, vaya.

Estaba tan jodida que decidí volver a mi ciudad natal durante un par de semanitas y quedarme en casa de mis padres. Llegué a las tantas de la noche con los ojos rojos de llorar y con un dolor de cabeza brutal, y cuando abrí la puerta y mi madre me vio lo primero que dijo fue:

“Hija, que tú eres psicóloga, no estés triste.”

Gracias mamá. Me has curado todos los males.

Sé que la mujer lo hizo con la mejor intención. Es la típica madre que te ve llorando y su mejor consejo es “no llores”. De todos modos, empecé a reflexionar sobre esa idea generalizada de que los psicólogos no tenemos ningún problema de la cabeza. Idea totalmente falsa, la verdad sea dicha.

En mi vida personal conozco a tres personas que han sufrido un trastorno depresivo. En mi vida laboral obviamente a muchas más. Como iba diciendo, de esas tres personas una lo pasó realmente mal, rozando el suicidio con las yemas de los dedos. ¿Adivináis su profesión? Efectivamente, se dedicaba a la Psicología.

Hay oncólogos con cáncer, cardiólogos que cenan cada día un Big Mac, neumólogos que fuman como carreteros, pediatras que no quieren tener hijos, endocrinos con hipertiroidismo, oftalmólogos miopes y psicólogos que pasan malas rachas. No es delito, es la vida real.

Ahora mismo sé lo que tengo que hacer; conozco la teoría. Toca recomponerse, reconstruir mi historia poco a poco, mejorar mi autoestima, sentirme yo otra vez y volver a la normalidad. El problema es que la vida real no es como jugar a los Sims ni tampoco puedo pretender hacer psicoterapia conmigo misma, porque no funciona. Esto es como el típico dicho de “consejos vendo, pero para mí no tengo”.

Si fuese racional no me habría comido una tableta entera de Milka a mediodía y no me habría bebido una botella entera de vino blanco la última vez que salí a tomar algo. Es más, si fuese racional no estaría tal y como estoy ahora. Soy humana y eso implica un defecto que para mí es una virtud: ser imperfecta.

La perfección es aburrida; siempre sabes por dónde van a ir los tiros. En cambio, la imperfección es sinónimo de imprevisibilidad. Sí, a veces me gustaría saber lo que voy a sentir mañana, pero con suerte amaneceré un poco mejor que hoy y la sonrisa me pillará por sorpresa.

Lo siento, mamá, pero hoy me voy a permitir sufrir porque soy un ser humano, independientemente de mi profesión.