De adolescente tenía una amiga que era excesivamente tímida. Tenía aparato, llevaba gafas, era alta, algo desgarbada y tenía poco pecho: un cóctel de complejos que hacía que, cuando salíamos, siempre se refugiase tras su flequillo largo y mirase al suelo. Además, sentía que los chicos nunca se fijaban en ella y eso acrecentaba sus complejos y su timidez. 

Sin embargo, pasados los años, se convirtió (o siempre lo fue solo que no lo sabía) en una joven muy alta, con piernas infinitas, ojos verdes, sonrisa de anuncio y una melena preciosa. Pero la timidez seguía ahí. Ligaba más, porque los seres humanos somos así, pero la vergüenza que le daba todo lo que implicase relacionarse con chicos y el sexo, era superior a ella.

El resto del grupo siempre fuimos más desvergonzados, esto no era ni bueno ni malo, solo que íbamos andando el camino a otra velocidad. Ya habíamos tenido nuestros rollos, nuestros novietes o nuestras noches locas de sexo esporádico y, con ello, ya nos habíamos adentrado en el mundo de los sex shops. 

Ella se moría de ganas por venir con nosotros pero se sentía incapaz. Hasta que un día, con unas cuantas cervezas de más, nos confesó que quería comprarse su primer vibrador. ¡Lo celebramos como si nos hubiese contado la mejor de las noticias! Y sin dudarlo, apuramos la última cerveza y  fuimos con ella directos al sex shop más cercano.

Al entrar, ella no podía levantar la vista del suelo y nosotros no podíamos parar de reír. Había un chico pagando así que tuvimos que esperar unos minutos haciendo tiempo por la tienda. Nos acercamos a la vitrina donde se exponían los juguetes y comenzó la decisión: ¿este rosa? ¿no es demasiado grande? ¿quizá este realista? ¡demasiado realista! ¿este moradito con estimulador de clítoris? ¡No sabía ni que existiese eso! Nosotros no parábamos de darle explicaciones de cómo funcionaban, de lo que creíamos mejor y peor y ella se iba poniendo cada vez más roja.

Pero el momento cumbre llegó cuando se nos acercó el dependiente. Era un señor bastante mayor pero, evidentemente, muy acostumbrado a tratar estos temas. Ella definitivamente se quiso morir y enmudeció. El señor le preguntaba sobre qué estaba buscando y ¡ella no era capaz de emitir ningún sonido! Claro, eso acentuaba nuestras risas y cuanto más nos reíamos, peor lo pasaba ella. No queríamos que se sintiera mal, pero no podíamos evitar descojonarnos al ver la situación y la cara del señor diciendo: “¡pero chiquilla, dime algo!”

Al final susurró un tímido: “¿podéis decidir vosotros? Yo me estoy hasta mareando” y tras sentarla en una silla elegimos el que tenía estimulador de clítoris. El señor nos lo envolvió en un papel muy bonito, nos regaló una muestra de lubricante a cada uno y salimos de aquel sitio, que debió ser lo más parecido al infierno para mi amiga.

Al principio ella no quería ni coger la bolsa pero días después nos dio las gracias y nos felicitó por nuestra buena elección.

Orquídea