La historia de mi familia es peculiar. Mi madre se quedó embarazada de mí siendo bastante joven y antes de casarse con mi padre. Un acto visto como pecaminoso y, encima, con un chaval como él: el chulito rebelde sin causa. No caía bien ni a sus padres ni a sus suegros, así que mis padres no tuvieron ayuda para sacarnos adelante a mi hermana y a mí. Se encerraron en su propio núcleo.

Los lazos se fueron debilitando y, con el tiempo, se han sucedido desaires que se han enquistado. A día de hoy, la relación es insalvable. Solo me queda la abuela materna, a la que mi madre apenas visita. Porque la relación ya venía debilitada y porque, además, en los últimos meses ha sufrido achaques fruto de la edad de los que ella ni se ha enterado. Algunos con ingreso hospitalario incluido.

Quien se ha ocupado de mi abuela es mi tío y su mujer, que, además, viven cerca. Como la indiferencia de mi madre le ha generado malestar, la tensión se ha incrementado y ya es insostenible. Ahora, cuando mi madre va a ver a mi abuela, se encuentra la puerta cerrada, no le abren, le mandan mensajes al chat para que se vaya o, directamente, le dicen a la cara que no tiene vergüenza con presentarse allí.

En medio

A mi madre le afecta tanto esta situación que ha optado por no ir a visitar a mi abuela. Ha decidido priorizarse y desentenderse. No quiere pasar malos ratos.

Yo le tengo mucho cariño a mi abuela porque, pese a todo, mi madre la acogió en mi casa durante años cuando ella estuvo con depresión. Me molesta no saber sobre su estado de salud. Estoy en medio de la guerra abierta. A través de mi madre no puedo obtener información, porque ella ha optado por ignorar para protegerse a sí misma. Cuando le pregunto a mi tío o a su mujer, me dicen que le pregunte a mi madre. Y así, en bucle.

No puedo visitar a mi abuela con frecuencia porque vivo lejos, y la pobre ya casi ni coge el teléfono. Ni oye ni habla bien. Así que me temo que no voy a poder despedirme de ella, y no solo eso, sino que ni siquiera me voy a enterar cuando fallezca para ir a darle un último adiós que me facilite el duelo.

Lo último que se me ha ocurrido es solicitar a parientes y vecinos que me mantengan informada, pero ni tengo especial confianza con ninguno ni me hace gracia recurrir a estas intrigas palaciegas. No quiero tener que explicarles por qué les pregunto a ellos y no directamente a mi familia. Es darle carnaza con la que cotillear a gente a la que no le importo un pimiento.

Sin duelo

Me apena la situación y apoyo a mi madre, aunque entiendo las razones de cada parte. Ella no desarrolló vínculos fuertes porque nadie le tendió la mano cuando lo necesitó, pero se ha encerrado en su burbuja y no ha hecho nada por tener una relación sana con su familia. Se jacta de decir que no le gusta salir, se mete en su casa a ver la novela y hacer croché después de trabajar y que salga el sol por Antequera. Aún así, no creo que merezca el juicio y el trato vejatorio al que la someten su hermano y su cuñada, que tampoco han procurado un acercamiento.

Al hilo de todo esto, he estado comparando las relaciones familiares antes y ahora. La gente mayor nos afea con frecuencia el individualismo y que no sepamos ni los nombres de los vecinos, cuando antes barrios y pueblos eran una gran comunidad y las familias eran clanes fuertes que sostenían a sus miembros.

No sé si eso se corresponde de verdad con la realidad de entonces, pero sí creo que hijos y nietos hemos ganado algo: la capacidad de ser asertivos, de poner límites y de enfrentar y gestionar situaciones difíciles para evitar que se enquisten y vayan a más. Si tiene arreglo, las cosas se hablan con sosiego. Si no, se termina la relación y cada cual que haga su vida, sin venganzas y sin meter a gente en medio de guerra alguna. No me parece que esta forma de relacionarnos sea peor que la de antes.

Reflexiones aparte, no sé qué pasará finalmente con mi abuela. Pero empiezo a aceptar que, probablemente, no tenga la despedida que me gustaría.