Pocas cosas hay más desagradables que el olor de una persona con serias dificultades para mantener un mínimo de higiene. Un día puedes pasar junto a un vertedero o una planta industrial que procesa restos de pescado. Pero no será nada comparable a lo que se siente al estar junto a alguien que huele mal. El mal olor orgánico humano es lo más desagradable que hay.

Yo tengo un tío que no se lava porque a él no le da la gana. A lo mejor un/a especialista podría diagnosticarle algún tipo de fobia o trabajar con ella, no sé, pero mientras tanto lo tenemos que sufrir como buenamente podemos. No se ha lavado regularmente en su vida, pero ya va entrando en años y ahora hay que pasar el bochorno de rigor al ir al/la médico/a con él apestando a perros muertos. O subirlo en el coche y que te deje su pestilente aroma durante horas. Le ha impedido a la asistenta que le lave la ropa, bajo amenaza de ser despedida. Y así vamos.

Él no es el protagonista del caso que os cuento, que no es tan extremo, pero ha influido en que el buen olor sea uno de los requisitos que pido a una pareja o potencial pareja. ¡Ni siquiera buen olor, joder! Solo que no huela mal, punto, tampoco pido tanto.

De caballero…

Sí, yo también me he preguntado a veces qué hago en Tinder, app de la que cada vez se cuentan cosas más surrealistas. Supongo que es entretenimiento, ganas de echar un rato, de conocer gente… o la esperanza de que haya algo potable y surja algo más, como le ha pasado a dos de mis amigas. ¿Por qué no podría pasarme a mí?

Casi creí que yo también lo había conseguido cuando conocí a Héctor (nombre ficticio). Me abrió chat al poco de hacer “match”, y desde el principio me pareció que congeniábamos. Había muchas cosas que me gustaban de él, según me contaba. Por ejemplo, su versatilidad para pasar de planes improvisados que te mantienen todo el día fuera de casa, de bar en bar; a los que te pegan al sofá cualquier domingo viendo series y pelis. No solo me gustaba lo que me decía sobre sus gustos y aficiones, sino que me encantaba cómo se expresaba, su manera tan respetuosa de hablarme y, además, me parecía mono en las fotos.

La doctora Pérfida, una de mis ilustradoras favoritas de Instagram, sacó una lista de “fails” para responder a la clásica pregunta de las reuniones familiares, la de por qué aún no tienes novio. En la lista de candidatos estaba el que no supera a su ex, el que se droga, el que está casado, el que envía fotopollas, el que dice cosas del tipo “Mi novia es mi moto” o el que se chuta esteroides. Por favor, entiéndase el humor irreverente de la viñeta, pero viene a ilustrar lo mal que está el mercado y por qué sentimos esperanzas irrefrenables cuando te encuentras con alguien así.

…a oloroso “caballero”

Tuvimos nuestra primera cita en una cafetería chula a medio camino entre su casa y la mía. Y mirad, yo me pillé casi desde el primer minuto, porque pude constatar que era como me había imaginado a través de nuestras conversaciones. Que sí, que diréis que con unos cuantos chats y un primer encuentro poco se puede saber, vale. Y hasta que yo podía ir un poco desesperada, aunque quiera pensar que no. Pero que el chico fue pasando todos mis filtros personales y no me hizo levantar ninguna bandera roja.

Tenía unas maneras cabellorosas muy sutiles, de esas que no apestan a machuno rancio deseoso de proteger a la dama, sino a alguien que, simplemente, se preocupa por el bienestar de la persona que tiene a la vera. Yo ya venía cansada de tipos que ni miran para atrás cuando van andando para comprobar que sigues cerca. O que te dejan sola en los primeros eventos con sus amigos, cuando tú no conoces a nadie, y no vienen a preguntarte ni una sola vez si estás bien. Sencillamente, porque les da igual como estés. Porque tienen novia por tenerla, por presión social, porque las tienen sus amigos o yo qué sé.

Abracé de buena gana esas costumbres caballerosas suyas y el resto de su personalidad, por la forma en que me hacía sentir. Así que, después de tres meses desde la primera cita, yo ya estaba pilladísima y feliz de que nos hubiéramos conocido, pensando que era el ideal, que qué suerte y que ojalá no hiciera nada para cagarla y hacer que huyera despavorido.

Pero, un buen día, la peste penetró en nuestra burbujita de amor y la fue destruyendo. Llegó a casa un viernes por la noche para el típico plan “peli y lo que surja” y, cuando me acerqué para darle un beso, me di cuenta de que destilaba un fuerte olor a sudor. Le cantaba el ala como canta Yoko Ono en las performances esas que están en YouTube. 

Pensando que quizás se le había olvidado ponerse desodorante, no le di importancia. Aún no tenía demasiada confianza con él y me daba un palo tremendo decirle que su olor no me parecía agradable. Pero, días después, volvió a pasar. Fue demasiado cantoso, valga la redundancia, porque tuvimos que usar un bus para ir al centro de mi ciudad y yo noté miradas. Más que miradas, incluso desplazamientos disimulados de pasajeros hacia una zona del bus con “mejor ambiente”.

Al final de aquella cita, me armé de valor y se lo dije de la forma más educada posible:

-Héctor, por favor, no te tomes a mal lo que te voy a decir. Pero, tanto el viernes pasado como hoy he notado que… Bueno… No… No emites un olor especialmente agradable. 

Me miró sorprendido y me soltó un indiferente:

-Pues no sé, será la ropa o que tengo que cambiar de desodorante. 

No cambió lo que él considerara que tuviera que cambiar y, si lo hizo, no fue efectivo. A la siguiente también se presentó apestando a abubilla, encima con ropa a la que le hacía falta un ciclo largo de lavado, lo que me terminó de desencantar. Lo consideré una falta de respeto. Para la siguiente yo ya iba calentita, que no excitada, y, cuando comprobé que volvía a apestar, me despedí y salí por patas sin que apenas hubiera comenzado la cita. “No eres tú, es tu olor”.

El hombre perfecto no existe porque ninguna persona es perfecta. Si Héctor hubiera olido bien, a lo mejor hubiera tenido otro pero con el que, quizás, sí hubiera podido lidiar. Pero con el mal olor no puedo. Lo siento. Seguiré buscando a un príncipe que, si no azul, no me haga ponerme verde del asco.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real de una lectora.