¡Hola, amores!

A todas nos gusta un buen salseo, no podemos negarlo. Es saber que en una historia hay algo curioso, turbio o vergonzoso, y nos frotamos las manitas esperando a saber qué es lo que ocurre. Y hoy, vengo a satisfacer vuestras ansias de salseo contándoos una de las citas más horribles —si no la que más— que he tenido en mi vida. Así que coged palomitas, que se viene peli de terror.

Antes de la pandemia, como a finales de 2019, decidí empezar a salir de mi círculo y a meterme en páginas de citas para ver si daba con alguien interesante. La verdad es que he tenido cero suerte en las relaciones por diversos motivos, y pensé que era hora de aprovechar que estaba empezando a sentirme de bien conmigo misma y buscar alguien con quien iniciar un camino en común.

Me metí en un par de aplicaciones y bueno, tras conversaciones vacías, tíos que solo querían matarse a pajas y esas cosas, di con alguien que parecía querer conocer de verdad a una mujer. Así que comenzamos a hablar.

Todo iba bien. Comenzamos en la aplicación, hablando sobre nuestros gustos, la edad que teníamos y esas cosas. Para no dar nombres, le vamos a llamar Agapito. Bien, pues Agapito me dijo que tenía 31 años, que era informático y que, aunque era muy introvertido, quería salir del caparazón y conocer a alguien.

Le gustaban los videojuegos, el manga y el rol, así que teníamos bastante en común. Yo le dije que tenía 33 años, que estaba empezando a opositar, aunque trabajaba como freelance, que además de esas aficiones me gustaba escribir… Vamos, todo bien. Pasamos a WhatsApp unos pocos días después, y la verdad es que hablábamos bastante. No era de estos tíos que pasan de ti, pero tampoco de los que te escriben doscientos mensajes a la hora. 

Cuando pasamos a WhatsApp, vi que en el estado no tenía una foto suya, pero tampoco me pareció nada del otro mundo. Había visto un par, de mala calidad, que tenía en la aplicación, pero nada más. De hecho, no me mandó ninguna fotografía más, aunque yo sí que le mandé varias.

Le conté que era una chica gorda —la verdad es que me parece una tontería ocultarlo— y dijo que le daba igual, que él no se fijaba en esas cosas. Bien, eso fue un puntazo a favor.

Así que, como la cosa iba muy bien, decidimos quedar a finales de noviembre y conocernos. Quedamos en el centro para ir a tomar algo en un entorno relajado, a alguna cafetería, a dar un paseo… De hecho, mi idea era llevarlo a un sitio que a mí me encanta, un restaurante japonés que por las tardes es cafetería. Le pareció muy buena idea y acordamos día y hora.

Claro, imaginad. Yo ya con la sonrisa en la cara, ese día me maquillé súper mona, me puse uno de mis vestidos —soy mucho de vestidos y faldas, me encantan—, mis botines cómodos, mi perfume favorito… Vamos, que iba yo hecha una muñeca para la cita. Estaba hasta nerviosa. No sé cuántas veces me olí las manos, el abrigo y el pelo para ver si seguían oliendo a jabón y a perfume —soy una paranoica de los olores—, ni la de veces que miré a ver si tenía el maquillaje bien.

Para que supiera quién era, aunque me había visto en fotos, le dije que iba con una cazadora de cuero y un vestido amarillo mostaza, así que supuse que en cuanto me viera, se acercaría a mí. Así que salgo del metro y miro alrededor, emocionada. Lo que no sabía era lo que vendría después.

—¿Mónica?

Cuando escuché mi nombre, me giré con una sonrisa. Sonrisa que se me congeló en la cara cuando vi lo que tenía delante.

Yo soy la primera a la que la apariencia le importa poco. Pero una cosa es la apariencia, y otra es la higiene. Agapito me estaba sonriendo con unos dientes que, os lo juro, estaban torcidos y verdes. No es solo que tuviera un dedo de placa, sino que esta, encima, parecía musgo.

Llevaba la barba oscura desarreglada, el pelo largo pegado a la cabeza como si llevase dos semanas sin ducharse, recogido en una coleta, y con unas entradas que ni las de la M-30. Aparte de eso, había venido en chándal, con una chaqueta que debía tener más años que los dos juntos, porque es que tenía hasta agujeros. Eso sí, en la mano llevaba un IPhone en el que pude ver mi foto. La tenía abierta para reconocerme. Me debí de quedar congelada o algo, porque se señaló sin perder la sonrisa.

—Soy yo, Agapito.

Os juro que no podía dejar de mirar esos dientes salidos de la mente de cualquier creador de criaturas terroríficas. Seguro que el monstruo del lago los tenía igual. Total, que como puedo, sonrío y asiento.

—Sí, hola, encantada. —Y acostumbrada como estoy a hacerlo, me acerco para darle dos besos en las mejillas.

¿Podía ser peor la cosa? Sí, podía serlo. Y es que cuando me acerqué, olía a rancio, a cerrado, a una mezcla extraña de sudor muy fuerte, desodorante y colonia que tiraba para atrás.

Se había echado litros de colonia, supongo que esperando camuflar el olor del sudor, pero aquello había hecho una mezcla que era todavía peor. Y yo, que encima soy de olfato fino y una paranoica de los olores… imaginaos. Os juro que me tuve que contener hasta una arcada, no exagero. Horrible.

—Bueno, vamos a ese sitio del que has hablado, ¿no?

—Sí, sí, vamos.

Para evitar tener que estar mucho más cerca, me metí las manos en los bolsillos y me encogí un poco en mi propia cazadora. Hasta estando un poco separada de él, me llegaba el olor. Creo que nunca he estado así de incómoda al lado de otra persona.

La cita fue muy normal. Hablamos un poco de videojuegos, él me habló de los muchos animes que estaba viendo, obviando mis preguntas sobre su trabajo —luego me confesó que no trabajaba, que estaba buscando algo— y poco más.

Yo estaba súper incómoda, porque de verdad que era el colmo de lo antihigiénico, es que hasta verlo era incómodo. Así que en una de estas que fue al baño, le mandé un mensaje a una amiga y le dije que me llamara para fingir que me necesitaban —sí, un truco sucio, lo sé—, y poco después, tras su llamada, nos levantamos y fuimos a la caja a pagar.

¿Y sabéis lo peor? Que tuve que pagar yo todo porque él «no llevaba suelto». Total, que pagué, él se quedó tan ancho, y fuimos hacia el metro para poder volver cada uno a su casa.

Cuando llegué, me dijo que se lo había pasado muy bien, que vaya pena que me hubiera tenido que ir, que quizá podríamos haber incluso cenado juntos. ¡Tócate las narices, Mari Loli! Claro, le dije que, a ver, habiendo pagado la merienda, no podría haberme hecho cargo de la cena de los dos, y el tío va y me dice que entonces eso es porque cobro poco por mi trabajo.

¿¡Perdona!? Además, me dijo que gracias por invitarlo a la merienda, que había sido un detalle, ya dando a entender que eso de devolverme su parte, nanai. Así que le dije que sintiéndolo mucho la cosa se quedaba ahí, y le di puerta, Empezó a mandarme infinidad de WhatsApp pidiéndome explicaciones, y como no contestaba, porque a ver, no quería ser borde, acabó diciéndome que yo tampoco le interesaba, que en verdad me había hecho un favor quedando conmigo, y que la próxima vez me maquillara menos. ¡Y me bloqueó!

Total, que tuve una tarde horrible, me gasté 20€ en una merienda con el monstruo del lago y encima me puso a caer de un burro. Por suerte, no ha sido de esos que luego vuelven insistiendo, ni me lo he cruzado nunca más.

 

Nari Springfield