Hay situaciones vitales en las que uno no puede evitar preguntarse “¿ES ESTA MIERDA REAL O HAY UNA CÁMARA OCULTA?”. A mí me pasó con Erik.

Esta historia se remonta muchos meses atrás, juraría que era mayo del año pasado. Me bailan las fechas, los chupitos de jägger han afectado a mi memoria. Mes arriba, mes abajo, se me quitaron las ganas de quedar con tíos por Tinder después de conocer a Erik.

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Como decía, le conocí en la famosa aplicación de ligoteo, y me puso cachonda a primera vista. Era un tío muy alto y si bien no estaba musculado, tenía un cuerpo que a mí me volvía loca (o al menos eso parecía a través de las fotos). Era gordibueno, peludo y con una mandíbula para cortar leña. Match.

Empezamos a hablar. Me contó que era carnicero y que para sacarse un dinerillo extra de vez en cuando posaba para el catálogo de una tienda de ropa interior de barrio. A mí todo esto me parecía una fantasía. Superman de día, Clark Kent de noche. Incluso me pasó varias fotos de las sesiones y todo era tan surrealista que me entraron más ganas de conocerle. Verle con unos calzoncillos de tela de cuadros en un catálogo de Mercerías Paqui (obviamente la tienda no se llama así, you know, quiero proteger la identidad del chaval) era el dato que me faltaba para querer tirármelo YA.

Total, que quedamos y chuscamos locamente durante horas. El carnicero de día, modelo de noche sabía lo que se hacía, y al día siguiente yo volví a casa con una sonrisa en la cara. Seguimos hablando y el fin de semana siguiente me dice de volver a quedar.

Todo parecía muy normal, pero mi tranquilidad se truncó cuando me dijo que tenía una sorpresa para mí.

“El viernes te voy a dar un regalito. Bueno, en realidad varios. Es una caja sorpresa.”

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Y yo, queridas amigas mías, llevo como el culo las sorpresas. Soy impaciente, nací así. Aún así aguanté cómo pude hasta que llegó el gran día.

Entro en su casa, me pide que me siente en el sofá, y aparece con una caja de Frozen de las que venden en cualquier bazar asiático. Ojiplática y nerviosa la abro y me encuentro un arsenal de objetos sin sentido: un disco de The Killers, un libro de Juan Gómez Jurado, una camiseta de rayas del Zara, un pintalabios, un champú… No entendía nada, y si ya todo era surrealista de por sí, imaginad mi carita cuando soltó:

“Verás, son cosas de mi ex, pero como no quiero volver a verla he pensado que mejor dártelas a ti que tirarlas a la basura.”

Sobra decir que no volví a quedar con él. Me pareció turbio a más no poder. Así que esta es la historia de cómo una caja sorpresa me arruinó un tórrido romance con un empotrador que todavía no había superado del todo a su ex.

 

Anónimo

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