Hace unos años, al principio de mi relación con el que más tarde se acabaría convirtiendo en mi marido, cometí el gran error de mi vida y le fui infiel con un antiguo compañero de trabajo.

No pretendo justificarme: sé perfectamente que estuvo muy mal y siempre me arrepentiré. Tampoco quiero echar balones fuera o liberarme de mi responsabilidad al contar todo esto, solo que podáis haceros el dibujo completo de mi situación:

Eran los primeros meses de nuestro noviazgo.  Él me gustaba mucho y estaba empezando a muchas sentir cosas por él. Entonces, apareció EL OTRO cuando menos lo esperaba: un gran amor platónico del pasado del que había estado durante años profundamente enamorada, lo cual él siempre había aprovechado para levantar su autoestima.

Ahora, por lo visto, venía a por todas.  Y, aunque estaba en un buen momento, disfrutando de conocer a mi nueva pareja, algo fue superior a mí.  Sentí que era arrastrada por algo incontrolable.  Sentí revivir ese enamoramiento de tantos años atrás y creer que, de alguna manera, ese suceso estaba predestinado y, ya que no sucedió en su momento, había de ser ahora.

 

 

Lo sé: fui una tremenda egoísta.  No pensé ni por un momento en ese chico con el que había iniciado algo y que ya estaba empezando a querer también, aunque pueda sonar contradictorio.

Me estuve viendo furtivamente con mi amante durante un par de meses mientras continuaba con mi noviazgo, en una doble vida en la que me sentía feliz y a mismo tiempo llena de ansiedad y vergüenza.  Os juro que no sé en qué pensaba.  Yo creo que directamente no pensaba, que tanto sentir había anulado por completo toda mi capacidad de raciocinio.

Hasta que lo que se venía venir, pasó.  Mi crush del pasado, después de otro nuevo subidón de ego y unas cuantas satisfacciones sexuales, se despidió de mí, como buen alma libre que siempre me había vendido ser.

Mi corazón se rompió porque de verdad que me encontraba en un estado de obsesión enfermiza, con la absurda creencia de que en el fondo esa persona siempre había sido el hombre de mi vida.

 

 

Lo pasé mal durante un tiempo, en silencio, al mismo tiempo que trataba de retomar mi vida por donde se había quedado antes de que todo esto ocurriese.  Volver a empezar, darme la oportunidad de enamorarme de mi nueva pareja y poder llegar a tener una relación sana.

No se lo conté a mi novio porque obviamente pensé que lo perdería para siempre y que no merecía sufrir por algo que ya no tenía vuelta atrás.

Pasó el tiempo y mi relación se fue consolidando.  Mi brusco aterrizaje a la realidad había hecho su efecto y me pude concentrar en cultivar y centrarme en nuestra pareja.  Era como si todo lo anterior solo hubiese sido un mal sueño, una pesadilla de la él que jamás supo nada y yo traté de sacar de mi memoria como si nunca hubiera existido.

Nos casamos y tuvimos una hija preciosa. Él me demostró que era una gran persona, un marido inmejorable y un padre ejemplar. Yo ya le quería con locura, pero dentro de mi interior sentía una culpa sorda.  Siempre quedó esa sensación desagradable de no merecer su buen trato y su amor.

 

 

Creía tener mi turbio secreto a salvo y controlado.  Solo lo sabían mis dos mejores amigas y ponía la mano en el fuego por ellas.  Cuanto más años pasaban, más inimaginable era en mi cabeza la idea de que todo aquello saliese a la luz. Cuánto me equivocaba…

Cuando todo explotó, llevábamos una etapa algo distanciados.  Los respectivos trabajos y problemas familiares externos a nosotros, habían plagado esa época de estrés y poco tiempo para invertir en nuestra pareja.  Yo era la que más agobiada estaba y la que más se ausentó emocionalmente en esos días.  Y mi actitud tuvo consecuencias:

Una noche en la que me encontraba trabajando, recibí una llamada de mi marido.  Estaba llorando y apenas se le entendía. Solo atiné a comprender que no me entretuviera cuando regresase a casa, que debía preguntarme algo urgente, que teníamos que hablar.

Por supuesto, ni se me pasó por la cabeza que tuviese que ver con aquel error mío del pasado que yo tenía tan enterrado.  Pero aún así, era evidente que algo no iba bien y me asusté.  En cuanto pude, recogí a toda prisa y salí directa a casa sin pararme ni siquiera a fumar un cigarro antes de subir al coche como era mi costumbre.

 

 

No puedo recordar sin romperme la imagen de su rostro, congestionado de tanto llorar, y al mismo tiempo con expresión de ira. Su mirada reflejaba dolor y decepción.   Y, sin darme explicaciones de cómo lo había averiguado, fue al grano y me preguntó si había tenido algo con esa persona cuando ya estábamos juntos.

No pude evitarlo: volví a actuar como una cobarde y probablemente como una egoísta, aunque os juro que en esta ocasión ya solo estaba pensando en él, con el corazón destrozado al verle así, y mentí queriendo evitarle más sufrimiento…

No tuve más remedio que, entre llantos y pidiéndole perdón sin parar, acabar admitiendo lo evidente cuando la conversación siguió y comprobé que tenía pruebas obvias. No voy a pararme en cuáles porque no considero que esto sea importante: os resumo con que fue mediante una invasión de mi intimidad hasta que llegó a la época fatídica que, de alguna manera, a él le había chirriado.

 

 

Después de hablarlo durante toda la noche, intentó ser comprensivo.  Puso en balanza muchas cosas: todo lo que nos amábamos y lo que yo le había demostrado día a día durante tantos años, nuestra hija, que todo eso había sucedido hacía mucho cuando la relación aún no estaba consolidada, que ahora confiaba plenamente en mí…

Decidió darme otra oportunidad y perdonarme.  Nuestra relación y nuestra familia lo merecía. Me sentí la mujer más feliz del mundo.  Le prometí que nunca más había vuelto a pasar y por supuesto nunca volvería a suceder.

Los días posteriores fueron maravillosos. Habíamos recuperado nuestra intimidad, volvíamos a ser uña y carne y sentíamos que éramos capaces de hablar de cualquier cosa, más que nunca, y que todo lo superaríamos. Yo estaba muy emocionada: me había quitado por fin un peso de encima y me parecía que ahora sí que nuestra relación sería plena del todo.

Pero resultó no ser tan fácil como esperaba. A pesar de su intento de perdonarme, unas semanas después me empecé a dar cuenta de que algo estaba cambiando entre nosotros. Ya no era la persona cariñosa y amable que siempre había sido. Ahora, por momentos, se mostraba frío y lo sentía lejos de mí.

 

 

Intenté demostrarle amor, ser paciente poniéndome en su lugar. Pero él empezó a mostrar continuamente una rabia que hasta entonces nunca había salido, a través de pullitas constantes y comentarios y actos pasivo-agresivos.

Así, pasaron dos meses y nuestra relación iba empeorando cada vez más. Yo sentía que le seguía amando pero nuestra convivencia cada vez era más insostenible.  Sus desconfianzas y reproches, sus intentos de controlarme (cosa que hasta entonces nunca había hecho) o de castigarme verbalmente, cada vez eran más constantes.  Yo me daba cuenta de que ya nunca volvería a confiar en mi ni olvidaría lo que le hice.  Ambos estábamos pasando un infierno, y ninguno de los dos sabía cómo arreglar la situación.

Un día, después de otra larga discusión, me dijo algo que me hizo añicos: no podía seguir conmigo, a pesar de quererme.  Había intentado perdonar, de todo corazón, pero no lo conseguía, y al estar conmigo día a día seguía recordando lo que hice. Quería que nos separásemos.

 

 

Yo, a esas alturas, ya me encontraba absolutamente derrotada.  En el fondo, sabía que lo que él decía era lo mejor. Sabía que sería yo misma la que acabaría tomando esa decisión si las cosas seguían así, porque eso por lo que estábamos pasando en los últimos tiempos no era vida.

Aún así, me dolía tanto todo que le supliqué que se lo replanteara, que todo sería cuestión de tiempo, que acudiésemos juntos a terapia.

Pero él ya había tomado una decisión y me costó mucho tiempo superar y aceptar que había arruinado la relación más importante de mi vida por un error del pasado.