Todo empezó como una anécdota más o menos graciosa hace cosa de tres o cuatro meses. Resulta que un día me monté en el ascensor para bajar al garaje, como hago siempre que voy a trabajar, y noté un fuerte olor a pedo recién liberado cuyo propietario no pude identificar porque en mi portal el ascensor es del Pleistoceno y nunca sabes de dónde viene ni a dónde va. Me dio muchísimo asco porque me imaginaba a cualquiera de mis vecinos aliviándose los gases y todos me resultaban repugnantes. No es que entienda yo que haya personas cuyos pedos sean agradables de oler, ¿eh? Pero hay unas personas más desagradables que otras, y si te las imaginas en sus momentos más íntimos, se te revuelven las tripas. Bien, pues a mi novio le hizo muchísima gracia verme llegar con la cara casi verde de náuseas. Yo no sé qué tienen los tíos con los pedos, que les da tantísima risa, pero es como si todo el sexo masculino entero se viera indisolublemente unido fraternalmente por un solo asunto en común: los pedos. 

El caso es que al día siguiente, a la misma hora, llamé al ascensor y cuando se abrieron las puertas salió de allí el mismo hedor intenso a cuesco del día anterior. Yo me tuve que poner hasta roja, entre la vergüenza ajena y la rabia que me daba que existiera gente tan cerda en el mundo y que tuvieran que vivir en mi portal. Pero es que al día siguiente lo mismo, y al otro, y al otro, y yo podía optar por bajar por las escaleras, pero me resultaba tan exagerado que estuviera pasando eso todos los días que empecé a pensar que sería un olor a desagüe, que, por lo que fuera, se filtraba al ascensor. Parecía poco probable, pero… ¿de verdad había alguien capaz de cagarse en el ascensor todos los días a la misma hora? No me lo podía creer.

El caso es que aproveché que a finales de esa misma semana había asamblea de vecinos para comentar el tema. Levanté la mano, y, ni corta ni perezosa dije, que o había una fuga de gases fecales en el ascensor todos los días a la misma hora, o algún vecino no tenía ningún tipo de vergüenza ni respeto por la comunidad. Que estaba harta, que todos los días igual, que a ver si a nadie le había ocurrido lo mismo, a ver si nadie lo había notado. Nada. La gente se miraba entre sí y luego me miraban a mí como si estuviera inventándome todo. Nadie respaldó mi queja. Volví a casa y cuando llegó mi novio se lo conté preocupada. ¿Estaba loca yo? ¿Me había dejado de funcionar el olfato? 

El tema ya empezaba a darme miedo. Me veía como víctima de una especie de bullying vecinal, y no entendía por qué. Así que dejé de coger el ascensor y empecé a usar las escaleras; si no lo olía, no existía. 

Una tarde, llamaron a la puerta, y por la mirilla vi a un señor mayor, de unos 80. No me atreví a abrir, y le dije desde el otro lado de la puerta a ver qué quería. Me dijo que venía a disculparse por el asunto del ascensor. Surrealista. Antes de abrir, fingí que no recordaba muy bien el tema, y me dijo, en un tono como muy dulce, que en realidad no era él el que tenía que disculparse, sino “este” y miró hacia abajo. Abrí la puerta despacio y me encontré al lado del señor un perrito gris que parecía bastante mayor también. 

Dile, Samuel, dile que tienes problemillas con las tripas, y que no podemos ir por las escaleras porque estamos muy viejos los dos”. La verdad es que me deshice de amor. Le dije que por supuesto que Samuel estaba perdonado, que me disculpara si le había hecho sentirse mal, pero que ni se me pasó por la cabeza esa posibilidad. Eran la pareja más adorable del edificio y yo no los conocía. Ahora, tres o cuatro meses después, nos hacemos visitas todas las semanas, y yo paseo a Samuel siempre que me apetece. 

Y el olor, el olor ya ni lo noto. 

 

Valeriaa

 

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