Mido 1’80. Bueno… es mentira. En realidad mido 1’79. Cuando cogía gripe de pequeña siempre me estiraba mucho mucho en la cama para crecer, ansiando llegar a ese 1’80, pero me quedé a un triste centímetro. Que no está nada mal (más de una me está odiando ahora mismo al leer esto, ¡pero no os vayáis todavía, que os explico el porqué!). Soy rubia natural, y el hecho de haber crecido en los 90 rodeada de imágenes de rubias exuberantes (que si Schiffer, que si Pamela…) hizo que creciera con la idea de que de mayor, una, para estar buena, tenía que ser rubia y de metro ochenta. En el fondo, lo mío es un trauma, como muchos otros que se me quedaron de la década, incluidas las mallas de topitos conjuntadas con sudaderas XXL del gato Garfield y las manchas que dejaba el blandiblú en la pared.
Medir 1’79 puede suponer toda una ventaja, aunque también puede causar complejos. Para empezar porque te pasas la tierna infancia midiendo 10 centímetros más que el resto, y claro, eso no solo implica que te pongan en la última fila, sino que se piensan que por tu volumen puedes proporcionar a la hora del recreo cierta ‘protección’. ¡Buena la teníamos! Por ser alta, ya tenía que ser una matona digna de Scorsese con tan solo 12 años. Que si “Profe que no veo, porque Lara me tapa la pizarra”, que si “Tú debes jugar al (insertar deporte de equipo que exija centímetros de más)”, pasando por el clásico “Si sigues creciendo así, vas a pasar a todos los chicos”.
Esa es otra, señores míos. La vida sentimental de una mujer de 1’80 (porque, entre nosotras, me dejáis que diga que mido eso ¿verdad?) siempre se va a ver condicionada por su altura. Otro gallo cantaría si hubiera nacido en Suecia o Noruega, las cunas del hombre alto, donde cualquier mozo rubio supera sin problema el 1’90 (de hecho, os podéis imaginar que me confunden tan a menudo con una guiri por la altura y el rostro pálido, que me he ahorrado la academia de inglés de tanto practicar el idioma cuando voy a comprar al centro). Pero tuve la suerte de nacer en el país donde un hombre que de media mide 5 cm menos que yo ya es un regalo. Las estadísticas me han condenado –según familiares, amigas de madres y demás marujas en general de un par de generaciones atrás– a tener que conformarme con encontrar un hombre igual de alto que yo. Sé que estaréis pensando, ¡pero si hay mucha gente alta! Bien cierto, pero os voy a contar un secreto. A los tíos altos, aquí viene la bomba, les gustan las bajitas. ¡Como lo oís! ¿Que tu madre se alimentó de cocidos durante el embarazo, tu tío tiene un antecesor del norte en la familia y vas tú y sales midiendo dos metros? No te preocupes, que te van a gustar las de metro cincuenta. Y eso, chicas de metro cincuenta, me parece una soberana injusticia.
Me explico: si para vosotras un hombre de metro setenta ya es suficientemente alto, ¿por qué no dividimos el mercado por alturas? ¡Me parece lo más justo! A los solteros de 1’85 en adelante les queda tajantemente prohibido interesarse por mujeres menores de 1’70… y así, sucesivamente. Tenía una compañera de piso –bastante alta, por cierto, hacía su metro setenta y cinco– con la que siempre fantaseábamos sobre el concepto “Discotecas para altos”. ¿Radical? Un rato, pero es lo que hay. La diversión en una discoteca para una chica alta que tiene la valentía de calzarse unos tacones de 13 centímetros se acaba en el momento que entra, echa una ojeada desde las alturas y no divisa nada, más que cocorotas bajo su mentón. Cada vez que ella y yo salíamos, me costaba horrores convencerla de que se pusiera los tacones. Ella insistía, encorvándose y procurando taparse la cara, que parecíamos dos travestis atrayendo la mirada de todos los viandantes. “Travestí lo parecerás tú”, le decía yo. “Yo adoro mis zapatos”.
No voy a admitir cuántos pares de tacones tengo porque nos acabamos de conocer y, francamente, me da vergüenza. Tan solo os voy a decir que cada vez que alguien los ve, siempre me dice lo mismo: “Pero si tú no los necesitas”. Claro, porque quien inventó el stiletto de 13 centímetros sin plataforma lo hizo por cuestiones ortopédicas pensando en los humanos con problemas de altura… Seamos honestos, la mitad de las cosas que poseemos, o que nos ponemos, no son porque las necesitamos, sino porque nos gustan, porque son bonitas. A mí me encantan mis tacones, y a veces puedo pasarme meses que, para desgracia de la vecina de abajo, únicamente me los pongo por casa. Porque me hacen sentir bien. Sin nadie que me vea con asombro cuando entro en el vagón de metro, lejos de todas esas personas que ponen el grito en el cielo cuando digo que con ellos llego (o paso) el 1’90. Es más, justamente cuando en el pasado salí con personas que superaban la barrera de los dos metros (¡Lo sé! ¡Y sin medir metro cincuenta! Aún no sé cómo los debí engañar…), eran las etapas en las que menos me apetecía calzármelos. Y se suponía que eran los momentos cuando más ‘podía’. Supongo que yo tengo la suerte de estar tan a gusto con mi altura (sí, incluso sin ese centímetro que me acercaría a la ansiada cifra) que todo lo que me ponga encima o debajo de los pies será solo por el mero hecho de sentirme mejor conmigo misma.
Ya para terminar os voy a confesar algo. Siempre pensé que mi hombre ideal tendría que medir, por lo menos, un centímetro más de lo que yo alcanzo con mis tacones más altos… más que nada porque cierta rumorología dice que a los chicos no les gusta que una mujer sea más alta que ellos. Sin embargo, aquí estoy, feliz con mi ‘casi’ metro ochenta, saliendo con alguien que sospecho mide metro ochenta y uno (aún no he tenido el valor de sacar la cinta métrica) y que, cuando voy a calzarme, no determina ni limita mi elección. Porque el mundo no se acaba si soy (más) alta. Tan solo se ve desde un pelín más arriba.