Vivimos con el miedo a sufrir algún engaño o estafa por redes sociales, y nos causan curiosidad las anécdotas sobre gentes que parecían una cosa y luego fue otra. Pero, ¿qué pasa cuando has estado al otro lado? Alguna vez te has visto tentada a enviar a un desconocido una foto con filtro en la que ni se te reconoce; o a abrirte un perfil anónimo para soltar cuatro cosas sin miedo al escarnio o a la reprensión. Yo lo hice, y te cuento cómo me fue.

En mi caso no había deseo de proteger mi identidad, exponerme lo mínimo o expresarme sin miedo. Lo que había era una falta de autoestima con la que todavía lidio a día de hoy.

Construyendo mi personaje

Tenía 17 años cuando comencé con esta práctica. Yo me sentía muy inferior a mis amigas por entonces, sobre todo en temas físicos. Me veía pasada de peso y no me gustaba ni mi pelo ni mi cara. Tampoco mi color de piel, porque me veía demasiado pálida. Y, a la hora de vestir, me sentía con poco estilo y nula capacidad de lucir prenda alguna, aunque fuera la más bonita del mundo. Quizás las había más feas, pero tenían carisma y estilo. O chicas más gorditas y no tan populares, pero muy guapas. Yo no tenía nada. Estaba en un bucle de comparación constante que me estaba destruyendo.

Me dio por no salir. Iba a clase y a hacer los trabajos grupales que nos solicitaran. Y, cuando no podía soportar más a mis padres, salía con ellos a comer o tomar algo con tal de que me dejaran en paz. Ellos me preguntaban que qué me pasaba, que ya nunca veían a mis amigas. Temían que me aislara, pero les expliqué que tenía que concentrarme en los estudios (creíble, porque cursaba bachillerato) y que tenía suficiente entretenimiento en casa.

Yo no tenía cuenta en Facebook por entonces, así que decidí abrirme una con idea de hacer nuevos amigos online y suplir las carencias que sentía en mi entorno. Inicialmente, no tuve intención de mentirle a nadie. Solo me puse una foto de perfil de un cerezo y busqué gente que no fuera de mi ciudad. Incluso conservé mi nombre, aunque nos mis apellidos.

Poco después, comencé a chatear con una chica que me pareció agradable. Tras las conversaciones iniciales habituales, sobre vida y aficiones, cogimos cierta confianza y me sinceré con ella. Le dije que no encontraba mi sitio en mi grupo de amigas y ella me confesó que le sucedía algo similar, así que me sentí identificada con ella. Por fin alguien me entendía.

 

Después de ella, llegaron otras personas. Parecían normales, al menos, ellos sí que se mostraban en sus fotos de perfil o del muro, solos o con más gente. La única que mentía era yo. Un chico me pidió que le enviara una foto y yo, que no quería hacerlo sospechar y que desapareciera de mi vida, me decidí a enviarle una. Pero no podía ser mía, ¡imposible! ¿Y si lo asustaba y huía?

Se me ocurrió entrar en Tumblr, donde ya tenía perfil desde hacía años, prácticamente inactivo. Encontré a una chica de Estados Unidos que parecía simpática y de más o menos mi misma edad. ¡Me pareció guapísima! Tenía un perfil muy interesante y fotos en ambientes “neutros” (en calles o parejas naturales difíciles de identificar) que me podían valer. Vencí las voces internas que me pedían que no lo hiciera y le envié al chico una foto de ella, diciéndole que era mía y que me la hicieron dos días antes en un descampado cerca de casa.

Adicta a la admiración

Al chico le encantó mi foto. Me dijo que estaba chula y que le parecía muy guapa, así que recibí la validación que yo iba buscando… aunque no fuera a mí. Cuando tienes problemas de autoestima, es más fácil desarrollar dependencia a la admiración de los demás, así que, después de esa foto, vinieron más.

Ya había traspasado líneas rojas y, viendo las dulces consecuencias, seguí traspasando. No me limitaba a enviar fotos al chat, empecé a compartirlas en mi muro y a recibir “Me gusta” y comentarios, lo que incrementó mi adicción a la gratificación y la validación. Llegué a convencerme de que lo que hacía no estaba tan mal, que esas personas nunca se iban a enterar y que solo engañaba sobre mi imagen, pero siempre decía la verdad al escribir.

Ahora tengo 25 años y llevo tres en terapia. Me ha costado muchas lágrimas entender algo que, en realidad, yo ya sabía: las mentiras destruyen las relaciones, sean online u offline. Ninguna de las personas con las que hablé, que me apoyaron y se preocuparon por mí en algún momento merecían el engaño.

A quien más destruyen esas mentiras es a mí misma. He invertido tiempo y esfuerzo en crear el personaje que me gustaría ser, y en creerme una admiración que no era hacia mí. Podría haber invertido ese mismo tiempo en trabajar en mí misma, haciendo los cambios que tuviera que hacer y, sobre todo, aceptándome y queriéndome. Me hubiera ayudado a cosechar relaciones más cercanas y significativas que hoy me sirvieran de red, y eso es en lo que estoy ahora. Nunca es tarde.

Como parte del proceso, preparé con la psicóloga el momento de contar la verdad, barajando todas las posibles respuestas. Le escribí a la primera chica con la que empecé hablar, aunque ya chateábamos muy ocasionalmente. Le envié un texto explicándoselo todo y disculpándome, y ella me eliminó y me bloqueó sin contestarme siquiera. Era algo que podía prever que pasaría, y lo acepto.

Fue un palo, pero enfrentarme a ello me está ayudando a pasar página. Era un paso que tenía que dar para continuar con el reinicio y seguir con la construcción del “yo” que quiero. El real, no uno inventado.

Anónimo

 

[Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real]

Envía tus movidas a [email protected]