Me enamoré de su sonrisa. Lo sé, todo un clásico en las historias de amor. Pero es que no habéis visto su sonrisa. Y de esto hace ya 12 años. Lo que me recuerda a diario que mis arrugas de expresión han ido experimentando tantos cambios como mi propia existencia. Pero su sonrisa continúa enamorándome todos los días. 

 

Os voy a contar cómo me convertí en la excepción a la regla. Porque chicas, lo normal y a lo que estamos acostumbradas, es al fracaso sentimental sin vuelta atrás. Nosotras nos enamoramos, sentimos las mariposas, nos tiramos a la piscina sin manguitos ni naa’, a lo loco. Dos días después de que te hayan arrancado la ropa interior a mordiscos crees que puedes ir buscando el traje de novia y, ¡Ay no!, ya no responde a tus mensajes ni te coge el teléfono. ¡Maldición! ¿Qué habré hecho mal está vez? ¡Nada! No has hecho nada mal (o por lo menos ese fue mi caso). Pero hay hombres que aunque se esfuercen no tienen la capacidad de madurar. Viven en una eterna juventud. Con miedo al compromiso. Que cansinos de verdad.

Entended que hablo de 12 años. Así que esto del cacao emocional por su parte, los “Ghostings” y los mensajes en visto, sucedió infinidad de veces. ¡Pero si hasta borré su número de teléfono de mi lista de contactos! (me lo sabía de memoria, pero valiente fui un rato). 

Doce años, madre mía LA VIDA. Lo que nos tiene preparado y nosotras sin tener ni idea de la que se avecina. No perdáis la fe. Nunca.

Durante estos doce años, yo tuve otras parejas. Una de esas veces en las que a las pocas semanas de coger el vuelo directo hacia el amor (con el protagonista de mi historia) él se acojonó de nuevo y me lanzó una bomba, me hizo caer en picado. Estuve varios días sin levantar cabeza. Joder, otra vez me había vuelto a hacer caer de rodillas. Pero me levanté, lentamente eso sí, y cuando pude alzar la vista del suelo y lamerme las heridas, conocí a otro “príncipe azul”. No sé de qué reino lejano llegaba, pero me pareció buena opción para volver a colocarme mi corona de princesa. 

Después de un mes, y con las heridas totalmente cicatrizadas, la luz de mi teléfono volvió a encenderse con un mensaje del más allá que nada tenia que decir acá. Ya me entendéis. El chico malo se arrepentía de sus pecados. Parecía ser que se había quitado la venda de los ojos dándose cuenta de que yo era la mujer de su vida. ¿Qué cosas eh?

Temblorosa y con mi teléfono al rojo vivo, por eso de que para mí respondía al mismísimo demonio, escribí como respuesta: “Entiendo lo que me quieres decir y me hubiera gustado leerlo hace un mes. Cuando tú decidiste irte, llegó alguien que ha querido quedarse” 

Hubiera dado mi reino entero por verle la cara. La mía era de auténtica diosa. Satisfecha conmigo misma. Acababa de cerrar las puertas del infierno. 

Hablamos un poco más. Decidí no guardarle rencor y quedar como amigos. La verdad es que entre sus muchas virtudes (porque no todo era malo) tenía la capacidad de escucharme. Compartíamos aficiones y mantuvimos el contacto. En plan buen rollo siempre.

El chico que decidió quedarse, me hizo sentir amor, hasta tal punto que me quede embarazada. Estaba feliz. Todo parecía un camino de rosas. Y por supuesto le di la noticia a “mi amigo”, que me dijo que se alegraba mucho por mí y que ojalá fuera muy feliz…

A las 24 semanas de embarazo el padre de mi bebé me había dejado sola. Yo volví a casa de mis padres a hacer un reposo absoluto por orden médica y él a probar diferentes sábanas en diferentes camas, varios días a la semana. 

Tan triste como cabe esperar, le contaba a “mi amigo” todos mis infortunios y él con toda su paciencia me consolaba cariñosamente. 

Una mañana al despertar me encontré con un mensaje suyo en el teléfono. “Siento decirte esto y sé que no es el momento. Pero ese niño debería de haber sido mío”. Le di los buenos días como cada mañana, pero evité mencionar nada al respecto. Dejé que las cosas siguieran su curso natural. Yo estaba enamorada del padre de mi futuro bebé y tenía esperanzas de que nos convirtiéramos en una familia. Ilusa…

El bebé nació y su padre no quiso conocerlo. Y nuevamente me tocó resurgir de mis cenizas. Pero con un bebé precioso al que hacer feliz todos los días de su vida. 

Pasaron los años y “mi amigo” seguía a mi lado. Tuvo parejas, pero nuestra relación permaneció intacta. Era como si el destino hubiera jugado conmigo (y con él). Tiempo después, y sin que esa llama se hubiera extinguido jamás comenzamos a sentir otra vez algo el uno por el otro. O quizá nunca dejamos de hacerlo. La cuestión es que a día de hoy mi niño lo llama papá. Ya no es mi amigo, es mi marido, y llora siempre que recuerda aquellas palabras. “Ese niño debería de haber sido mío”

 

Leonor