Yo ya sabía que mi marido era un hombre absolutamente protector y cuidadoso de los suyos, como el lobo alfa de la manada, pero no comprobé que eso podía cruzar los límites de la locura hasta el día en que se le fue tanto la cabeza como para ser capaz de agredir a un niño de ocho años en defensa de la suya.

Nuestra hija era una criatura tranquila, tímida, quizás un poco sobreprotegida según lo veo ahora después de haber tenido alguno más y haber pasado varios años.

Por su carácter, le costaba defenderse e imponerse, y se veía claramente la diferencia con respecto a algunos de sus compañeros, esos típicos niños que levantaban la voz y todo el mundo les obedecía.

Muy a mi pesar, el carácter de mi hija no se acercaba al de ninguno de esos líderes natos, y eso un día trajo consecuencias…

 

 

Ese miércoles de febrero salió del cole llorando y así permaneció hasta que llegamos a casa. No quería hablar del tema ni contarnos nada pero, a partir de entonces, dio la casualidad de que siempre se encontraba mal justo en los días de colegio y, por tanto, empezó a faltar demasiado.

Llegó un momento que su padre y yo nos dimos cuenta de que algo pasaba aparte o más allá de su salud física, y no tardamos demasiado en conocer más detalles de lo que estaba sucediendo, aunque no fue ella la que nos contó la situación sino una de sus compañeras: una niña parlanchina con la que solíamos coincidir en el parque por las tardes y que soltó por toda su boca de forma espontánea toda la información que nos faltaba…

Desde su inocencia, habló delante nuestra de un niño de la clase de al lado que le hacía la vida imposible a nuestra pobre hija.  

La otra niña, con toda las naturalidad el mundo, se chivó sin darse cuenta de que ese niño la insultaba, la empujaba, se burlaba de ella delante de los otros niños y, sobre todo, la tenía atemorizada y a los demás niños, dominados.

 

 

Intentamos hablar con nuestra hija pero ella seguía cerrada por banda y en esas circunstancias todavía lo hizo más y nos pidió, sin querer contar nada, que no hiciéramos nada al respecto, que no pasaba nada. Y nosotros nos dimos cuenta que nos lo decía no desde la calma sino desde el miedo y la ansiedad

Así que fuimos a hablar con la maestra al día siguiente y le contamos, indignados, la situación.  Mi marido y yo, lógicamente, estábamos no solo afectados si no bastante encabronados.

Lo que nos salía era ir a hablar directamente con la familia del crío, pero la maestra nos pidió que siguiéramos los pasos protocolarios y así sería desde el mismo colegio el primer contacto con los padres del dichoso niño…

 

 

Nos armamos de paciencia y accedimos, pero totalmente alertas y pendientes de lo que ocurriese a partir de entonces.

Así, pasaron los días y no vimos ningún cambio en la niña.  Parecía seguir igual e incluso la percibíamos peor por momentos.

Así que volvimos a hablar con la maestra y nos intentó tranquilizar, contándonos que ya se había hablado con los padres y que ellos estarían pendientes de su hijo.

Nos dijo que los profesores estaban observando en los recreos y que, por el momento, no estaban viendo nada extraño ni alarmante.

 

 

No nos quedamos satisfechos porque la cosa no cuadraba con el estado de nuestra hija, así que seguimos alerta…

Hasta que, a los pocos días, llegó el bendito momento en que nuestra hija confió y nos empezó a contar también.

Fue entonces cuando nos enteramos de que el niño seguía en sus trece y no había cambiado absolutamente nada con respecto a su comportamiento anterior.  Simplemente, ahora se preocupaba de hacerlo a escondidas, muy pendiente de cuándo se le podía ver y cuándo no.

Decidimos volver a hablar con la maestra para tomar cartas en el asunto y… (¡a la mierda los protocolos!) dirigirnos también con los padres del nenico.  Eso sí, de la manera más calmada y educada posible.

 

 

Pero no dio tiempo a todo esto porque tan solo un día después, en la puerta del colegio, presenciamos con nuestros propios ojos el maltrato a nuestra hija:

Vimos cómo el crío salió corriendo tras ella y la agarró de los pelos creyendo que nadie lo vería, ya que estaban saliendo todos los niños al mismo tiempo y se encontraban bastante rodeados.

Con ese mismo enganchón de pelo, la tiró al suelo intencionadamente del mismo empujón mientras se reía y le decía que era tonta.

Mi hija ni siquiera lo había visto venir pues le pilló de espaldas, saliendo alegremente de la puerta del colegio a nuestro encuentro. Ese día además, casualidades providenciales de la vida, estábamos ambos, lo cual no era habitual, pues solía acudir yo sola a recogerla.

 

 

Se me hizo un nudo en el corazón y acudí corriendo a levantar a mi hija del suelo que estaba llorando, supongo que más del dolor emocional que del físico.

Entre tanta gente y que yo estaba solo pendiente de ella, no me di cuenta al principio de lo que estaba ocurriendo, pero enseguida se lió un barullo de miedo…

Se formó un círculo de gente alrededor nuestra y no tardé demasiado en comprender que mi marido, mientras yo acudía al rescate de mi hija, se había dirigido directamente al niño y le había propinado unas palabras y un empujón con toda su rabia que casi lo tira al suelo.

 

 

La abuela del niño, que era la que ese día le recogía, salió no solo en su defensa sino que empezó a gritar a mi marido que no se podía poner a la altura de un niño, en lo cual teóricamente le doy completamente la razón.

Pero ¿sabéis qué? Seguro que él no estuvo correcto en su comportamiento, pero nosotros sabemos mejor que nadie cómo lo estaba pasando nuestra hija, durante ya bastante tiempo, con esas “cosas de niños” a las que no se estaba poniendo solución realmente por la vía diplomática.

No defiendo lo que hizo mi marido pero, en el fondo, dentro de mí, la leona que llevo dentro le aplaudió y se alegró de corazón de que ese niño tuviese alguna consecuencia en forma de “susto”, a pesar de que nosotros también tuviéramos que responsabilizarnos de las consecuencias escolares y sociales por haber actuado de esa manera.

Valieron la pena, también os lo digo, porque ¿sabéis una última cosa?

Ese niño nunca volvió a maltratar a mi hija, y espero que a ningún otro niño…