Cuando era niña mis padres pasaron por una racha muy fea en la que discutían un montón. Lo cual era muy raro, porque siempre han sido de los que dejaban sus movidas para cuando los hijos no estuviésemos delante. Puedo decir, muy orgullosa de ellos, que jamás los vi decirse una palabra más alta que la otra ni faltarse al respecto. Salvo esa temporada en la que, por lo que fuese, era evidente que había fricciones entre ellos. E incluso entonces sus discusiones eran de lo más respetuoso y civilizado.

El caso es que fue una fase, antes y después de ella, a mi entender la relación de mis padres era perfecta. Idílica. De cuento. De hecho, creo que siempre he estado abierta al matrimonio por ellos, porque eran el vivo ejemplo de que existe el amor del bueno y las parejas para toda la vida.

Por la idea del matrimonio que forjé inconscientemente durante la infancia y la adolescencia, me casé con el que hoy sigue siendo mi marido. Nunca lo he hablado con él en profundidad, pero es posible que también fuera el motivo por el que lo hizo mi hermano. Tal vez los dos tratábamos de replicar nuestro modelo familiar por ellos y por su relación.

Por algo que ha resultado ser una gran mentira. Porque mis padres se divorciaron cuando yo tenía 40 años y, la verdad, me sentó fatal. No supe asimilar la noticia como la adulta normal y corriente que se supone que soy. Me impactó tanto, que no era capaz de ponerme en su lugar, no lo entendía. Creo que la niña con pánico a que se divorciaran, la que fui durante el tiempo en que sufría viéndolos enfadados, se lo hubiera tomado mucho mejor.

La mujer de 40 llevaba tantos años convencida de que sus padres estarían juntos hasta que la muerte los separase… Es que no podía ni escuchar las explicaciones que, sin tener por qué hacerlo, quisieron darnos a mi hermano y a mí. Nos juntaron en su casa y nos contaron que llevaban meses separados. Que habían iniciado los trámites del divorcio y que ambos estaban bien. Solo que ya no estaban bien juntos, sino que les iba mejor a cada uno por su lado.

Así, de repente. Mis padres divorciados… no me lo podía creer.

Debo reconocer que me porté fatal. Mi hermano lo procesó mejor, yo… me enfadé con ellos. Les acusé de habernos dejado crecer en una mentira. Les reproché que hubieran puesto a la venta sin consultarnos nada la casa en la que nacimos y nos criaron. Como si yo tuviera algún derecho o algún poder sobre sus decisiones.

Me avergüenzo muchísimo de los mesecitos que les di. Porque tardé meses en recapacitar y en asumir que mis padres no eran un ente único e incorruptible. Que eran personas independientes y que, por el motivo que fuese, habían dejado de quererse. Que, con sus casi 70 años, tenían todo el derecho del mundo a tomar sus decisiones, a vivir sus vidas a su manera y a buscar la felicidad. Incluso cuando la buscaran por caminos diferentes. O por mucho que esto fuera en contra de lo que yo pensaba que serían las últimas décadas de su vida.

Ahora lo sé y lo comprendo y les apoyo en todo lo que hagan. Sin embargo, aunque hace casi 3 años que se divorciaron, mi niña interior aún no ha perdido la esperanza de que recapaciten y vuelvan a estar juntos.

No lo puedo evitar.

 

Anónimo

 

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