Esta es la historia de mi primera relación con un hombre. Hace ya unos cuantos años conocí al que creía que sería el amor de mi vida. Era alto, guapo, fuerte y muy inteligente. Así lo veía yo y todas las personas que lo conocían. Era, a priori, todo lo que una chica de mi edad podía desear.
Éramos jóvenes, yo tenía 17 y él estaba a punto de cumplir 19. Teníamos mucho tiempo libre, muchas ganas de vivir aventuras y, aunque parezca raro, muy poca prisa por descubrir lo que nos deparaba nuestra vida sexual. Yo no me sentía preparada todavía para intimar así con alguien y él decía no tener prisa en absoluto, ya que tampoco estaba muy convencido de cómo quería que fuese todo.
Él me recogía cada día en el instituto en su moto y pasábamos las tardes en el parque con los demás de la pandilla, o estudiando en mi casa (con la puerta abierta) o haciendo lo que cualquier pareja de nuestra edad hiciese en los 2000 (excepto tener sexo). A mis padres les caía genial, nuestros amigos adoraban vernos juntos tan felices, su padre me trataba como una reina. Todo era perfecto.
Al año siguiente yo me iría a estudiar fuera y él, que estaba trabajando en una empresa con sucursales en varias ciudades, planeaba pedir el traslado para poder estar juntos. Mis padres incluso veían viable que, en vez de compartir piso con extraños, me fuera con él. Sabían que yo era una persona responsable y que no haría ninguna locura y nos veían tan enamorados que les parecía la mejor opción. Yo estaba pletórica con la idea de poder dormir cada noche a su lado y recibir cada mañana sus buenos días en persona.
Cuando cumplimos un año juntos, unos amigos habían hecho un bote para regalarnos un fin de semana en una casa rural. Nuestros padres no pusieron objeción alguna, así que allá nos fuimos los dos a un viaje en dirección a la que, evidentemente, sería nuestra primera experiencia sexual.
Al llegar allí hicimos una pequeña ruta de senderismo que nos recomendaron. Cuando volvimos a la casita me extrañó que no quisiera meterse en la ducha, hacía mucho calor y habíamos caminado un buen rato.
Después de cenar, pusimos música y nos acurrucamos en la enorme cama de aquel lugar tan romántico. Todo era de película. Empezamos a besarnos e, instintivamente nuestras manos empezaron a desnudar al otro de forma grácil y ligera, como si lo hubiesen hecho mil veces. Un ligero olor a sudor me incomodó unos segundos, pero el ardor de la pasión podía tapar cualquier olor. O eso creía yo.
Él bajó con su boca ligeramente hacia mi obligo, deteniéndose unos segundos sobre mis pechos y después siguió bajando hasta comprobar con su lengua que yo estaba totalmente preparada para lo que debía ocurrir allí abajo. Yo, sintiendo una enorme excitación, comencé a hacerle a él lo mismo que él me había hecho a mí unos instantes antes. Besé su fornido pecho estremeciéndome un poco al notar el sabor extremadamente salado de su piel, y seguí bajando. Al llegar a la goma de su bóxer me puse un poco nerviosa, pues hasta el momento no habíamos intimado tanto y no sabía qué esperar. Lo sujeté y tiré de ella hacia abajo con ganas. Él, totalmente excitado, me ayudó elevando las nalgas para que pudiera desnudarlo del todo.
Pero entonces, un fortísimo hedor me golpeó en la cara. Era un olor tan fuerte que parecía embotarme el cerebro y no dejarme pensar. Quise disimular unos segundos, pero no podía aguantar el asco que me producía aquello. Nadie me había advertido de aquello, creí que mis amigas deberían haberme contado lo mal que olían los penes, cuando, buscando la manera de seguir el juego, me di cuenta de que no era normal. Antes de haber recibido aquella sorpresa, una de mis manos había ido a parar a la base de su pene y, al levantarla suavemente, me di cuenta de que en la piel de sus testículos había algo, como una telilla verdosa que los recubría, como si fuera piel muerta, pero… No sé cómo describirlo. Noté un escalofrío por la espalda, como un frío que me golpeaba el estómago. Quise seguir mirando a otro lado, pero entonces aquel enorme pene erecto dejaba al descubierto una enorme capa blanquecina de esmegma totalmente sólido que apenas permitía que el prepucio se retirase del todo, como si fuera un velcro. Yo lo miré asustada y él, que se percató al fin de que algo pasaba, se incorporó y, mirándome y mirando a su pene me dijo “Oh, perdón” y con la punta de su dedo índice retiró una capa de aquella mantequilla semisólida que cubría sus partes. El olor se duplicó, la imagen era totalmente asquerosa, pero el olor era insoportable, así que no pude reprimir una arcada y, unos segundos después, estaba en el baño vomitando muy fuerte y sintiéndome muy mal. Él me siguió, preocupado. Yo no pude evitar preguntarle “¿Pero cuando te duchaste por última vez?”. Él me contó que no le gustaba mucho ducharse, que lo hacía una o dos veces por semana, pero que sus partes eran muy delicadas, que no le gustaba la sensación del agua corriendo por ellas, así que intentaba mojarlas poco y luego se las limpiaba con toallitas.
Me sentí mal toda la noche. Al día siguiente no podía ni mirarle a la cara. Cada vez que lo hacía, solo podía ver aquel capullo enrojecido cubierto de aquella repugnante capa como si fuera una bufanda de purulenta lana.
En ningún momento se ofreció a ducharse ni le incomodó que vomitase hasta el desayuno. Unos días después tuve que dejarlo. Solamente de pensar en lo que habían visto mis ojos, en lo que había olido mi nariz…
Y así me desenamoré de golpe de mi amor adolescente por lo que guardaba entre las piernas.
Escrito por Luna Purple basado en la historia real de una seguidora.
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