Carolina no eligió bien el día para empezar a comer sano. Estaba harta de dietas estrictas y de gente que le recomendase productos milagro, si ella solo estaba incómoda en su propio cuerpo cuando empezaba las dietas y, mucho peor, después de terminarlas. Venía la culpa por no mantener los resultados, venía la ansiedad, la báscula… Estaba cansada de aquello y, siendo sincera, su talla de pantalón incomodaba más a su madre que a ella, que en realidad se sentía divina. Pero si había notado que, al desayunar fuera de casa cada mañana, estaba consumiendo un exceso de procesados y empezaba a sentirse hinchada, que sus digestiones eran más pesadas y que sentía hambre mucho más temprano que cuando se pegaba un buen desayuno en casa. Así que, desde aquella mañana que tardó un tiempo extra en el baño, desayunaría en casa y tomaría su infusión favorita en la cafetería de abajo, como siempre, esperando por su compi.

Al llegar, la camarera de siempre le sonrió y ella, devolviéndole el saludo, se fue a sentar a una mesa libre al fondo. Cuando le fue a llevar la infusión, le dijo que le había reservado una mesa aquella mañana, al lado de la ventana para que tuviera buenas vistas. Ella no entendió nada. Cada día aquella cafetería estaba de bote en bote, pero justo ese día había sitio de sobra. Pensó por un momento qué pasaría si no hubiese bajado, no tenía el compromiso de acudir, pero agradeció el detalle y se cambió a aquella mesa, exactamente igual, pero junto a la cristalera. Vio en la acera un cartel en el suelo, como si fueran a pegarlo, pero no tuvieran tiempo y lo dejasen allí apoyado. Al rato de estar allí leyendo la prensa en el móvil, su camarera le trajo una porción de su pastel favorito. Realmente tenía un aspecto increíble, parecía hecho para las fotos el menú, no tenía ni un defecto, pero acababa de comerse un enorme bol de fruta y unas tostadas gigantes, así que le dijo que no había pedido nada. La camarera lo apoyó en la mesa igualmente y le guiñó un ojo “Es cortesía, para esto siempre hay un hueco”. Era todo muy extraño, pero siguió sin darle importancia. Durante unos segundos observó a la camarera, juraría haberla visto alguna noche con un chico de la mano, pero claramente le estaba metiendo ficha, si no con qué explicación tanto detalle.

Su compañera llegó un poco antes de lo habitual. Al mirar el pastel sin tocar le preguntó si acababa de llegar y Carolina le explicó la situación y le dijo “No quiero despreciarle el pastel, de verdad, pero es que te juro que no puedo comer nada más, ¿lo quieres tu?” Su amiga asintió con la cabeza y, sin esperar un segundo, cogió el tenedor y destrozó aquella obra tan cuidada, mientras su amiga degustaba aquel obsequio, ella fue rápidamente al baño.

La escena que contempló al volver fue, cuanto menos, bizarra. Su amiga se agarraba el cuello, roja como un tomate, tosiendo atragantada, mientras la camarera le golpeaba la espalda desesperada. Al otro lado del cristal, una persona enseñaba un enorme ramo de rosas azules (sus favoritas) tapándose la cara con ellas y, a su lado, un chico sostenía el cartel que había visto en el suelo en el que ponía con un lettering precioso “¿Quieres casarte conmigo?” Aquellas dos personas, ajenas totalmente a la escena del interior, señalaban a la puerta donde, desde lejos, pudo distinguir a su novio, vestido elegante, con una rodilla en el suelo, esperando. Pero su amiga seguía haciendo esfuerzos por seguir respirando, así que corrió a su lado y gritó el nombre de su novio, que al principio pensó que era de emoción y esperó, pero luego entendió que algo pasaba y entró corriendo. En el momento en que el novio entró, el anillo taponó del todo las vías de su amiga y dejó de toser (muy mala señal). Él, sanitario de profesión, la sujetó rápidamente por la espalda y, apretando con el puño la boca de su estómago, consiguió en tres empujones que el anillo saliera disparado por el aire al suelo, a los pies de Carolina.

Allí estaba, un elegante solitario de oro blanco con un precioso diamante lleno de saliva. No se atrevió a cogerlo todavía, pues su amiga acababa de pasar los peores segundos de su vida, así que corrió a su lado. Empezaba a recuperar el color, pero sudaba y respiraba agitada. Su novio le dijo que la llevaría al hospital a que le echasen un vistazo, posiblemente se hiciese daño en la garganta y él creía haber notado un clac en su costilla en el último empujón. Ella miró a Carolina “Tu novio casi me mata, pero me ha salvado la vida”, hubo un murmullo que casi fue una risa entre los presentes, miró al novio y le dijo “siento haberte arruinado una pedida tan guay” Él, al ver a aquella chica azul, había olvidado ya la euforia de la pedida y se dio cuenta de que sus amigos seguían allí fuera, sosteniendo el cartel y las flores, decorando aquel momento de angustia con flores y letras bonitas. Pagaría por ver las caras de ellos al bajar los objetos con los que tapaban su cara y ver aquel espectáculo.

Cuando salían por la puerta, la camarera gritó “¡El anillo!”. El novio se puso tenso y lo recogió con rapidez. No tenía pinta de haber sido algo barato como para abandonarlo allí, pero claramente necesitaba un bien lavado.

Se fueron a urgencias. Su amiga, efectivamente, tenía una costilla rota (algo menor si pensamos en que podía haber muerto), la garganta algo irritada y una muy buena anécdota para contar. Allí, en la sala de observación, volvió aquel novio detallista, con el anillo limpio al fin y, entre suero en monodosis y gasas estériles, se arrodilló de nuevo. La amiga, a pesar del dolor que empezaba a sentir en su costilla por la bajada de adrenalina, se puso a aplaudir contenta. Carolina no olvidará jamás cómo rechazar aquel pastel fue de las peores decisiones, convirtiendo lo que pudo ser el momento más romántico de su vida en una emergencia sanitaria.

Obviamente dijo que si, y su amiga accidentada fue su única dama de honor (¡Qué menos!).

 

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