Tengo un nudo aquí en el pecho que no me deja respirar. Tengo tantas palabras atragantadas que siento que me falta el aire, que me ahogo, que no puedo avanzar.

Me dueles hasta en sitios insospechados, te echo de menos de la manera más bestia y salvaje que se puede echar de menos a alguien.

Vivo con un pánico constante a que te olvides de mí, de mi torpeza, de mi locura. Mendigándote migajas de cariño que me hagan sobrellevar esta cuarentena.

Vivo con un temor intermitente a no verte nunca más, a no volver a sonreír nunca más simplemente recibiendo un mensaje tuyo.

Lo peor de que me duelas tanto es que ya no me quedan fuerzas para nada más. Lo peor de que duela tanto es que sería de auténtica suicida seguir adelante. Los chutes de felicidad a mí ya no me compensan si después la abstinencia y las resacas son tan sumamente jodidas.

Y así, atascada en tierra de nadie, en silencio conmigo misma, he empezado a escucharme, y me entiendo más que nunca. Mi cabeza me exige que pare de una vez, que mi corazón va a estallar. Por una vez, parece que se han puesto de acuerdo.

¿Sabéis esa sensación constante de montaña rusa emocional? De estar arriba, abajo, dando vueltas, viviendo en primera carne loopings infernales, mareándote en un viaje que en el fondo, tarde o temprano, sabes que terminará.

Así que, por mi parte, he decidido desenfundarme el cinturón que, paradójicamente, me soltaba de la vida en vez de amarrarme a ella, bajarme del tren de la bruja y emprender mi huida. ¿Cobarde? Quizás.

Y si, alejándome de ti, ni siquiera eres capaz de echarme ni un poco de menos, quizás es que estoy haciendo lo correcto.

Se me hace tan duro renunciar a ti que a veces tengo mis momentos de debilidad, pero descuida, se me suele pasar.

Y esta noche por fin he llorado. Y poco a poco, he ido despeinando los nudos que tanto me están ahogando. Quizás mañana todo vuelva a enmarañarse de nuevo, y yo no sea capaz de desenredarlo, pero te juro que lo intentaré con toda mi alma.