Carmen, la hija de mi amiga, siempre ha conquistado con su desparpajo. Desde pequeñita charla por los codos y lo comenta todo con una gracia y unos alcances tan impropios de su edad que hacen reír. He visto a decenas de personas pedirle a mi amiga que le enseñara vídeos de la niña o que compartiera más anécdotas en redes sociales. Carmen con una peluca morena cantando como una folclórica, Carmen y sus reflexiones sobre los Reyes Magos, Carmen preguntándole a todos los asistentes a un evento cómo se llaman y dónde viven (niños o adultos).
Recuerdo una vez, con tres añitos, que iba a subirse a una atracción con un niño de la misma edad, hijo de otra amiga. Pero aquel era más miedoso que ella y, antes de que pudiera echarse atrás, ella lo miró, le levantó un dedito de advertencia y le dijo:
—Ahora no digas que te da miedo, ¿eh? Que no pasa “na”. Y, si pierdes las gafas, “po” te compras otras.
Y miles más por el estilo. Una de esas niñas que te quedarías observando horas y horas.
Pero Carmen ha crecido. Va para los ocho años y ahora transita la delgada línea entre ser graciosa y ser una pequeña metomentodo.
Hace poco iba saliendo del colegio y se volvió para meterle prisa a uno de sus compañeros de clase:
—Hijo, Juan, venga, que parece que te pesa el culo.
A la madre del niño no le hizo gracia ninguna aquel comentario y se lo recriminó:
—Carmen, tú a lo tuyo, ¿eh? Ya te lo he dicho varias veces —le dijo.
La abuela materna de Carmen, encargada de recogerla a la salida, se llevó un disgusto mayúsculo por el tono que empleó aquella mujer. Parecía cansada y enfadada. Era un tono inusual al que propios y extraños emplean cuando se dirigen a Carmen, una niña habitualmente considerada graciosa y locuaz.
La abuela fue a contarle a la madre lo que había pasado y la madre decidió llamar a la del otro niño para saber qué le había molestado exactamente. La mujer estaba algo angustiada porque, por lo visto, se había vuelto habitual que los compañeros de clase le recriminasen a su hijo ser demasiado “tranquilo”. Se había convertido en una especie de comidilla. Según la madre, incluso la maestra había participado en alguno de aquellos comentarios, haciendo sentir mal al chiquillo y, por extensión, a ella.
Graciosa… pero no tanto
La madre del otro niño había querido hablar con mi amiga antes, pero, como por motivos laborales ella casi nunca puede recoger a su hija a la salida del colegio, ya le había comentado algo a su suegra. Y esta hizo como quien oye llover. Así que aquí tenemos a una niña despierta que todo lo charla y comenta, incluso lo que no debe, y la correspondiente reacción de los adultos de su entorno:
- La madre y el padre, que decidieron ocuparse de inmediato.
- La abuela materna, que hizo las comunicaciones requeridas.
- La abuela paterna, que cree que son cosas de críos, que su nieta lo que tiene es un salero que no puede molestar a nadie y se calla cualquier cosa negativa que ve o le comentan de la niña.
Carmen tiene la suerte de contar con padres atentos que se ocupan. Se divierten con ella, pero también le ponen límites con cariño, paciencia y tacto. Solo es una niña y está aprendiendo.
Esas charlas necesarias se programan con mucha asertividad y cuidado, pero no siempre salen como los padres quieren. Así que la pobre Carmen terminó llorando, diciendo que estaba arrepentida, que no iba a volver a decirle nada a su compañero y que le pediría perdón al día siguiente. Y eso hizo.
En definitiva, una anécdota cotidiana que puede que resuene a algunas lectoras habituales, y que a mí me llamó la atención por varios motivos: la cara B de ese desparpajo que tanta gracia hace y la manera en que damos importancia y nos ocupamos (o no) de las “cosas de niños”. Es posible que los padres de Carmen cortaran de raíz una actitud que la niña, con su carisma, estaba extendiendo entre los compañeros de clase, y que estaba haciendo sentir mal a otro niño. Lo que creo que debería hacer todo el mundo.
Anónimo