Hoy vengo a contaros una de las historias más rocambolescas que he vivido, y de paso, a dejar constancia de que en el fondo soy buena gente, a pesar de que mis amigas sigan dándome la lata años después con el hecho de que robase unas bragas.

Para ponernos un poco en contexto es necesario aclarar que yo, de toda la vida, más que una menstruación he tenido la monstruación: esto no sólo significa que mi regla pudiese durar entre ocho y diez días, sino que para colmo, manchaba tanto que necesitaba usar un tampón de los grandes (o posteriormente la copa menstrual) junto con una compresa también de las grandes, y en los peores días ni por esas me aseguraba de volver a casa limpia y segura. Por suerte, esto ha cambiado desde que empecé a tomar anticonceptivos, pero esa es otra historia que ahora no viene al caso.

Al caso viene que yo por aquel entonces era una alocada joven de 20 años, y como buenas y alocadas jóvenes que éramos mis amigas y yo íbamos a todas las fiestas habidas y por haber. La noche de autos en concreto eran las fiestas del barrio de una de mis amigas, y la verdad es que estuve a punto de no salir por lo que os he comentado antes: estaba con la monstruación y no tenía muchas ganas, pero al final qué queréis, mis amigas insistieron, había posibilidades de ver al chico que me gustaba en aquel momento, era la última fiesta de barrio del verano…en fin, que un poco porque me liaron y otro poco porque me lie yo solita, acabé tirando de la casi infalible combinación de compresa y tampón, me tapé la cara de muerta con bien de maquillaje y allá que me fui. 

La noche estaba yendo muy bien, nos estábamos divirtiendo muchísimo y yo estaba relativamente tranquila, ya que las veces que había ido al baño me había parecido que estaba todo controlado, hasta el punto de que la última vez que fuimos y como hacía mucho calor, me quité la compresa y me puse un salvaslip para que aquello al menos me respirase un poco. En fin, qué os puedo decir: craso error.

Seguimos con la fiesta, bebiendo y bailando, y entre tanto beber y tanto bailoteo lo noté, y estoy segura de que muchas, si no casi todas, sabréis a qué me refiero: esa sensación cálida y pegajosa que hace que te quedes paralizada pensando ‘no puede ser’. Fijaos si se me notaría en la cara que mis amigas se dieron cuenta y me preguntaron qué pasaba antes de que me diera tiempo a pedir que me acompañasen al baño. Total, que una de ellas me acompañó mientras las demás se quedaban bailando, sin imaginarnos que al llegar a los lavabos nos íbamos a encontrar una fila que os juro que casi me echo a llorar cuando la vi. Os digo que me llega a pasar a día de hoy y una de dos, o habría pedido a las chicas de la fila que me dejasen pasar y les habría contado mi problema o me habría metido en el baño de los tíos, pero en esos momentos de tensión y con la falta de escuela que tenía a esa edad no se me ocurrió ninguna de las dos opciones.

Así que mi amiga, que era y sigue siendo una tía resolutiva, me agarró del brazo y me dijo: ‘vente que conozco un sitio’, y sin darme opción a preguntar se me llevó a rastras a un callejón oscuro y apartado del bullicio de la fiesta. Con lo cuál ahí me vi, con mi monada de vestido y las bragas ensangrentadas por los tobillos mientras hacía equilibrio en cuclillas para no caerme de morros, porque no olvidemos que yo había bebido no poco y que, para colmo de males, tenía tampones, compresas y salvaslips…pero no tenía bragas. Me limpié, me puse un tampón y me levanté con las bragas en la mano, sin saber muy bien qué hacer y resignándome a volver a mi casa, cuando mi amiga se quedó mirando a algo detrás de mí y dijo: ‘¿y si…?’

No llegó a terminar la pregunta, simplemente me giré y vi mi salvación: un tendedero llenito de ropa en el que CASUALMENTE había varias bragas. Antes de que mi pobre amiga quisiera echarme el freno ya había cogido unas, me las había plantado junto con una compresa para prevenir y había salido pitando.

Llegamos partiditas de risa por nuestra fechoría…hasta que se lo contamos al resto del grupo y una de ellas dijo: ‘pero tía, habérmelo dicho, que sabes que yo vivo aquí al lado’. Menuda cara de pánfilas se nos quedó, ¡si justo habíamos ido a esa fiesta porque era en el barrio de una de nuestras amigas! Total, que dijimos ‘hostia, pues es verdad’ y seguimos de juerga hasta que nos recogimos al amanecer.

Me levanté al día siguiente con una resaca horrorosa y con ese agotamiento que suele seguir a las mejores noches. Pasé al baño, me senté en el retrete, me bajé las bragas y ¡oh, sorpresa! ¡Esas bragas no eran mías! Me costó un poco recordar los eventos de la noche anterior, no os lo voy a negar, pero lo principal en ese momento era que alguien se iba a dar cuenta de que le habían desaparecido unas bragas y por supuesto que esas no iba a reponerlas porque me parecía una guarrería, por más que las lavase.

Además, la compresa no había conseguido proteger del todo los bordes de la braga y sé por experiencia que esas manchas suelen ser bastante persistentes. No os exagero si os digo que estuve varios días sintiéndome fatal y pensando en cómo compensar a la pobre chavala que me había salvado esa noche sin querer y sin saberlo. Hasta que varios días después, comprando en una tienda de barrio, me encontré la solución de frente: comprar unas bragas nuevas y dejarlas en el tendedero del que me las había llevado.

Así que compré unas bragas no iguales, pero sí bastante similares, y me fui más contenta que unas castañuelas. Esa misma noche quedé con mi compañera de fechorías y, tras contarle mi plan, nos fuimos al callejón de la otra vez. Iba a dejar las bragas en el tendedero cuando mi amiga, siempre preparada ella, me dijo: ‘oye, podrías dejarle una nota o algo disculpándote con ella’. Tenía razón, por supuesto, lo malo era que yo no llevaba papel ni boli…pero ella sí. Arrancó un trozo de papel de una libreta que llevaba en el bolso y lo utilicé para disculparme y para dar las gracias a mi salvadora anónima, lo enganché junto al tendedero y volvimos a salir pitando.

Las bragas robadas estuvieron años por mi casa aunque no volví a utilizarlas, excepto para enseñarlas a amigas y conocidas a la hora de contar la anécdota. Y a mi salvadora anónima, en caso de que la casualidad haya querido que me lea: mil perdones y gracias otra vez, espero que las bragas que te dejé en el tendedero te fueran útiles.

 

Con1Eme