De cuando una sonrisa me salvó la vida.

 

No creo en el horóscopo, por lo tanto tampoco creo en eso del “mercurio retrógrado”, o sea, me niego a creer que los planetas, la luna, las estrellas o cualquier otra cosa creada del universo, controla mi vida. En fin, que no creo en el mercurio retrógrado, así que no debería influir en mi vida, ¿no?, pero de verdad que hace unas pocas semanas sí que estuve a punto de maldecirlo porque, os juro, desde que me desperté aquel día me comenzaron a pasar tantas cosas malas, una tras otra, que no sé cómo no terminé de paso rompiéndome una pierna.

Una mañana decidí que ya era momento de vacunar a mi gatito recién adoptado, así que alegremente nos fuimos los dos al veterinario. La idea era que le vacunasen, le dijesen lo guapo que es, se derritiesen con sus monerías, acordásemos una fecha para su castración, y de vuelta a casa a que se siguiese peleando con su hermanito felino adoptivo (o más bien que se siguiese escondiendo mientras el otro le asechaba), pero la realidad fue que, nada más cogerlo en sus manos, las palabras del veterinario fueron: “No me gusta este gato.” Y bueno, ¿qué os voy a contar?, a partir de ahí todo fueron ecografías, radiografías, llanto, noches sin apenas dormir, medicación, lavados intestinales para él, incertidumbre, verlo anestesiado e indefenso, etc. Horrible, tan horrible que se me vuelve a formar el nudo en la garganta de tan sólo recordarlo.

El segundo día, al despertarme, resultó que no tenía luz en casa. Sí, sí, que no había luz. Llamé a la compañía eléctrica y pues nada, que era mi culpa (no, no lo era); llevaba semanas con una incidencia no resuelta, al final el asunto petó y… bueno, que no sólo iba a estar sin luz durante dos semanas, sino que además me iban a cobrar unas tasas brutales por una “nueva alta” que ellos se estaban inventando, y que por supuesto nadie se hacía responsable. Dos semanas sin luz iba a estar, en plena llegada del frío, con una niña en casa y dos gatos, uno de ellos, enfermo, y como colofón una deuda injusta con la compañía eléctrica que llegaba en el peor momento, justo cuando las facturas del veterinario no paraban de agrandar la pila.

Nos fuimos al veterinario otra vez para seguir con el tratamiento (íbamos mañana y tarde), y empezó a llover. Pero no una lluvia de esas de gotas finitas que parece que te estuviesen acariciando y que te renuevan la energía, no, sino de esas a cántaros, con truenos, que te agujerean hasta el alma y te hacen querer lanzarte al río de la carretera y dejarte llevar cuesta abajo, y adiós. Nos empapamos, mi gato estaba pasando frío porque lo llevaba en un carrito de paseo y tuve que usar su manta para ponérsela de techo y que no se mojase más; yo en mitad de no sé cuántas llamadas por la calle con una y otra compañía eléctrica; la batería del móvil que se me iba a terminar y el veterinario que no daba muchas esperanzas. Encima, los empleados de las eléctricas me trataron fatal; no sólo no se disculparon sino que me trataron de idiota y cuando en una de esas ya me eché a llorar (en serio, estaba desbordada), lo que escuché fue un “¿Alguna otra consulta?”, antes de yo colgar.

¿Habéis visto una de esas películas en las que la protagonista lo está pasando tan mal, y está tan solita en el mundo, que os dan ganas de entrar a través de la pantalla y abrazarla? Bueno, me rio yo de esas películas, y de la penita que dan esas protagonistas. Con deciros que estaba tan cabreada que hasta pensé en irme del país. Así de radical.

Como me estaba quedando sin batería, empecé a buscar algún bar o algo donde hubiese enchufes para los clientes, y, a la tercera, lo conseguí. Entré en aquella pizzería casi tiritando, caladita hasta los huesos y con la moral más abajo del subsuelo, pensando en que nos esperaban dos semanas en casa sin luz, en que me quedaba endeudada, en que nadie me tendía una mano, y, lo peor, en que mi gato se moría, después de haber estado caminando durante hora y media llorando bajo la lluvia. Ya no lloraba. Me acerqué a la caja y le dije a la mujer que me pediría una pizza, pero que antes necesitaba saber si tenían ahí enchufes para yo poder cargar mi teléfono, y no sólo me dijo que sí, sino que además fue súper amable, diciéndome que podía quedarme todo el tiempo que necesitase y explicándome con toda paciencia las opciones para mi pedido.

Y estaréis pensando: “Pero vaya tontería, ese era su trabajo.” Y sí, lo era, pero hay maneras y maneras de hacer una su trabajo, y esa mujer decidió hacerlo de la mejor forma que pudo, pero más allá de eso, decidió ser humana. Yo llevaba desde las ocho de la mañana hablando con personas que también se suponía que estaban haciendo su trabajo, y resulta que todas lo hicieron mal, como empleados y como personas, pero ella, al recibirme con aquella sonrisa y no agobiarme para pedir rápido aunque hubiese más personas en la fila, por ejemplo, definitivamente cambió mi día.

Porque es que a veces, en medio de tanto frío y tanta oscuridad, basta con una pequeña llamita, con la de una cerilla… para querer continuar; basta con un pequeño gesto, con que nos hagan sentir que importamos, con que nos traten con humanidad. Y eso es precisamente lo que más estamos perdiendo en los últimos tiempos: nuestra humanidad; a pesar de que nada nos cuesta mirar a los ojos a quien nos está hablando, o escucharle si es por teléfono; dedicar una sonrisa amable; invertir unos segundos en sujetarle la puerta a esa madre que viene apresuradamente con su hijo detrás de ti para que esta no se les estampe en la cara tras tú haber pasado; contestar bien; no ser una imbécil… No cuesta nada, así que practiquémoslo más, porque no sabemos a quien podríamos estarle salvando la vida con alguna de esas pequeñas acciones.

Ah, y por si os quedasteis preocupadas: ¡Mi gatito sobrevivió! Es un gatito amoroso, sano y feliz que llena la casa más que la luz, de esa que por cierto recuperamos esa misma noche.

 

Lady Sparrow