Mi abuela, una de esas mujeres mágicas, tan antiguas como la tierra, y de raíces tan profundas como un sauce, me susurró en un abrazo que a veces el corazón toma una decisión antes que la cabeza.

Y aquí estoy yo, sentada en la alfombra de mi cuarto, con las piernas cruzadas y la nariz roja de llorar, con las palabras de mi abuela resonando por mi habitación. Y con las fotos. Porque tú te irás, pero ellas se quedan.

Y hay que ser valiente para decir adiós cuando cada centímetro de mi piel me dice que te quedes. Hay que serlo mucho para saber que te irás, sí, pero te irás a medias, porque no creo que sea capaz de quitarme nunca el olor de tu risa, ni el sabor de tus mañanas al amanecer ni la caricia de tus pestañas en mis piernas cada madrugada.

Y te vas, pero lo dejas todo desordenado.  Entras en mi vida como un huracán,  arrastrando todo a tu paso, cambiando hasta los muebles de sitio. Llegas haciendo ruido, gritando, saltando y pintándolo todo de colores pastel, pero te vas en silencio, muy bajito, no vaya a ser que te pida que te quedes.

Y sé que tengo que dejarte marchar a pesar de que sé que no vas a volver.  Que sólo fui estación de paso cuando tú para mí eras el destino principal de todos mis viajes. Y  acabó eso de tu piel y la mía buscándose el calor entre las sábanas de mi habitación. Que ya no habrá más lengua, ni mas saliva, ni más arañazos en tu espalda.  No habrá noches cronometrando el suave murmullo de tu pecho al respirar ni mañanas en las que te despierte a besos.

Y me quedarán tus ausencias, los restos de las horas que dejaste, las migajas de lo que pudimos ser y no fuimos, porque tus peros fueron más fuertes que mis ganas de un mañana contigo.