Me separé del padre de mis hijos cuando a la más pequeña le faltaba poco para cumplir los tres años. Hacía bastante tiempo que tenía tomada la decisión pero, entre otras cosas, la había ido posponiendo debido a que continuaba la lactancia materna con la niña y no quería interrumpirla.

Obviamente, dada su edad, esta lactancia ya no tenía fines alimenticios. Tampoco había sido buscado ni intencionado amamantar durante tanto tiempo llegando a conseguir una lactancia prolongada.

 

Simplemente, nuestra práctica se había ido alargando en el tiempo sin yo buscarlo ni juzgarlo, pues con mi primer hijo no había experimentado una lactancia tan fluida que convertía esos instantes de teta en espacios únicos de intimidad, complicidad y conexión que ambas disfrutábamos tanto.

Yo, a esas alturas de mi vida y liberada ya de tantos miedos y prejuicios, había dejado suceder todo esto con libertad y me daba bastante pena que aquello acabase. Por tanto, pese a estar segura de que mi matrimonio hacía tiempo que estaba acabado, no actuaba.

 

 

Pero un día, después de una acalorada discusión con mi marido que llegó a rozar la violencia, decidí que ya no esperaba más y fue cuando puse sobre la mesa mi decisión de divorciarnos.

Esos primeros tiempos fueron duros, especialmente por el trago que pasaron los niños, por muy suave que este fuera, ya que intentamos hacerlo de forma en que a ellos les afectase lo mínimo posible.

Con la pequeña fue aún más difícil porque tuve que empezar a sacrificar esos momentos nocturnos en los que para dormirse se enganchaba a mí como un monito y succionaba obteniendo la leche que, aunque poca, aún producía mi cuerpo.

 

Pero nuestras separaciones nocturnas fueron el comienzo del fin de la producción de los fluidos de mis pechos por una cuestión puramente biológica.

Aún así, todavía no acabaron nuestras prácticas. A ella parecía no importarle que cada vez saliera menos líquido, lo cual me comentaba sin pena ni gloria. A mí aún me importaba menos. Estaba claro que a esas edades la teta significa otras cosas.

 

 

Lo que sí fue duro para las dos fue comenzar a espaciar esta práctica, pero poco a poco nos fuimos acostumbrando. Y ya estaba segura de que inevitablemente se había ido la poca leche que a esas alturas aún producía, y mi hija confirmaba esto cuando le preguntaba.

Poco a poco, la nueva situación dio pie a que de forma natural la niña dejase de interesarse en amamantar, de tal manera que cada vez lo pedía con menos frecuencia, hasta que llegó un día, meses después de la separación, en que ya nunca volvió a hacerlo y se le olvidaba completamente nuestro antiguo hábito cuando simplemente se dormía abrazada a mí.

 

Poquito tiempo después, una vez elaborado el duelo de mi separación, comencé a volver a tener ganas de salir y abrirme de nuevo al mundo. Así que acepté, por fin, acompañar a mis amigas en sus salidas nocturnas, cosa que hasta ese momento había rechazado por completo porque simplemente no tenía ganas ni ánimo.

Una de esas noches que acabó siendo de juerga loca, acabé enrollándome con un chico que acababa de conocer. Era simpático y agradable y, lo más importante: por primera vez en años había conseguido que mi libido despertase.

 

 

Acabamos en su casa y fue allí cuando ambos, que estábamos como una moto, no perdimos el tiempo y fuimos directos al grano: los preliminares fueron bastante rápidos, parecía que ninguno de los dos queríamos perder el tiempo, como si él llevaba tanto tiempo como yo a dos velas.

En un momento dado, cuando ya no cabía más excitación en nuestros cuerpos, el chico se dispuso a chupar todos mis rincones y acabó enganchado en mis pechos, dándome placer con su lengua en los pezones..

 

Mientras los succionaba con delicadeza pero desde la pasión más ardiente, de pronto se detuvo y se quedó unos segundos parado con un gesto que no supe interpretar, pero que ahora sé que era de estar saboreando algo desde la sorpresa.

Levantó su cabeza y, mirándome a los ojos, me dejó muerta con su comentario:

¿Es que te sale leche de las tetas? ¿Tienes un bebé? – me preguntó, flipando.

 

Me quedé atónita y estúpidamente avergonzada sin saber por qué. A pesar de nuestra increíble conexión, aún no le había contado siquiera que era madre.

Miré hacia abajo y, efectivamente, vi unas gotitas blancas adornando la punta de mi pezón.

Mi apuro no tenía ninguna razón de ser. El chico era todo ternura y no solo no me hizo sentir mal por esto, sino todo lo contrario. Me dijo que mi leche estaba mucho más rica que la de vaca e intentó conseguir estimularme por si podía catarla un poco más.

 

Acabamos riéndonos a carcajadas y contándonos nuestras vidas. Lo que se había iniciado como una noche loca con un posible rollete esporádico, acababa de dar un giro de 180 grados puesto que nos separamos sintiendo una unión increíble y un enorme deseo de seguir conociéndonos.

Han pasado tres años y hoy en día, ese chico es mi marido y yo estoy embarazada. Aún sonreímos con complicidad cuando recordamos esa experiencia de la noche en la que nos conocimos, y él bromea sobre las ganas que tiene de que nazca nuestro bebé para robarle un poco de su alimento.

 

Envíanos tus movidas a [email protected]