Cuando tenía 15 años tuve bulimia. Comía y vomitaba, todos los días. Me pegaba atracones y lo echaba todo. Lo hacía a escondidas, nunca nadie lo sospechó. Yo adelgazaba muy rápido, pero estaba a dieta, no era tan raro. Todos me decían, con tono de aprobación: “qué delgada, qué guapa estás”, así que debía estar haciéndolo bien. Cada vez que me sentaba junto al retrete lloraba y sentía desasosiego, pero después me sentía tranquila, porque tenía yo el control. Porque cuando estuviese delgada mis padres me harían caso, nadie se metería más conmigo, volvería a tener amigas, los chicos se fijarían en mí. Todo se iba a arreglar, solo tenía que seguir adelgazando. Esos michelines en el centro de mi cuerpo no eran realmente míos, eran de una persona peor que yo, Dios se había equivocado al ponérmelos y tenía que librarme de ellos como fuese. Yo no tenía ningún problema, ninguna enfermedad; al revés, yo estaba curándome de mi gordura. Las cosas iban a mejorar.
Un día nos pusieron un documental en el instituto sobre los trastornos alimenticios, algo que por supuesto yo no tenía, ya que como dijo una compañera de clase antes de comenzar el documental, “las anoréxicas y las bulímicas lo hacen para llamar la atención”. Pero me vi reflejada en cada una de las chicas que contaban su historia en el vídeo. Yo era una de ellas, yo también estaba enferma. Tenía una enfermedad sutil que me consumía, que hundía mis ojos, que me dejaba el cuerpo tatuado de estrías. De repente me di cuenta de que llevaba 5 meses sin venirme la regla, de que había gastado dos botes de anti ojeras tratando de ocultar aquellas sombras bajo mis ojos, de que me dolía tragar saliva porque tenía heridas en la garganta. El miedo me recorrió el cuerpo cuando al final del documental anunciaron que una de las protagonistas había muerto poco después de haberlo grabado. Entonces supe que tenía que parar.
Fui dejándolo poco a poco. No se lo dije a nadie, no pedí ayuda, me avergonzaba haber caído en algo en lo que solo caen las niñas tontas y superficiales. No merecía ayuda. 10 meses después me provoqué el vómito por última vez. Tras unas semanas, escribí en mi diario “se ha acabado, soy libre”. Libre de mí misma. Ya estaba curada.
Me fui a Estados Unidos a estudiar un año, y cuando estaba allí engordé 10 kilos. Al volver, mi familia me presionó para hacer dieta, y yo accedí, porque qué guapa estaría delgada, y además ya no había peligro porque hacía ya tiempo que me había curado. Así que empecé una dieta extrema y adelgacé 13 kilos en 4 meses. Una proeza, un ejemplo a seguir, qué orgullosos estaban todos. Qué fuerza de voluntad la mía.
Han pasado 2 años desde entonces, y he seguido siempre a dieta, intercalando con épocas en las que he comido mucho por inestabilidad emocional. Pero fue hace tan solo 2 meses cuando supe que no me había curado del todo. Tras leer un artículo de Weloversize sobre la frase “guapa de cara” (mil gracias a la autora), me cabreé. Me enfadé conmigo, con mi familia, con mis amigos, con todos aquellos que me recriminaron mi gordura y premiaron mis pérdidas de peso. Me eché en cara el mirarme al espejo y suspirar, el tapar mi barriga con blusas anchas, el no ligar con chicos asumiendo que me rechazarán por mi físico. El pensar en la comida como el problema y a la vez como la solución. Yo, que tan crítica soy de los estereotipos y los cánones de belleza, de las artimañas de los medios de comunicación para hacernos sentir inferiores por ser distintas, yo también caí. Como cuando tenía 15 años, estaba enferma sin saberlo. Ya no me provocaba vómitos, es cierto, pero mi autoestima y mi relación con la comida y las dietas seguían siendo las propias de alguien enfermo.
Si alguna vez vuelvo a hacer dieta será porque yo quiera, no porque sienta necesidad. En vez de seguir pensando en mi cuerpo como algo ajeno a mí de lo que tengo la obligación de librarme, entendí que mi cuerpo soy yo. Mis michelines y mis muslos son parte de mí, y se merecen ser amados. No son ninguna equivocación. Comprendí que ser guapa no es tan importante; aunque fuese la mujer más hermosa del mundo, mi físico no sería lo mejor de mí. Mi inteligencia, mi compasión, mi lealtad; esos son los atributos que realmente tienen valor.
A menudo, los trastornos alimenticios son enfermedades invisibles, tanto para los demás como para uno mismo. Y cuando pasa lo peor creemos que todo se ha terminado, pero como suele ocurrir con las enfermedades mentales, nos acompañan durante más tiempo. Si estás leyendo esto y te reflejas en mis palabras, como me ocurrió a mí, siento decirte que salir de ello va a ser muy duro, y va a requerir todo tu esfuerzo. Tendrás recaídas, altibajos y creerás que no lo puedes conseguir, pero puedes. No cometas el error que yo cometí, pide ayuda; admitir en voz alta que se está mal requiere mucha más valentía que luchar en soledad. El camino a la recuperación es largo y tedioso, pero durante él descubrirás a esa persona tan increíble que habita en tu cuerpo. El mío aún no se ha terminado; sigo avergonzándome al comer en público, evito la ropa ajustada, y todavía me cuesta creer que alguien pueda sentirse atraído por mí. Pero puedo asegurarte que no hay nada más gratificante que mirarme en el espejo desnuda, contemplar mis redondeces, mis estrías, mi celulitis, sonreír y pensar: “qué hermosa soy”.