Estoy divorciada, no desesperada.

Voy a empezar a decirlo así, tal cual, cada vez que alguien que se acaba de enterar de mi estado civil y situación familiar me mire con esa cara que se les pone de ‘pobrecilla, tan joven… qué tragedia’.

Algunas personas no se contienen y además del gesto lastimero me sueltan algo como: ‘Ay, vaya, lo siento’, o ‘bueno, tienes toda la vida por delante, ya encontrarás otro amor’.

Y yo, que soy una tía educada, tengo que obligarme a medio sonreír mientras les digo que estoy bien como estoy. A veces simplemente les doy las gracias un poco entre dientes.

Señores y señoras, tengo treinta y dos años, una niña de tres que es la caña, estamos las dos perfectas de salud, tengo un trabajo cuyo sueldo me alcanza para vivir — sin lujos, pero sin apuros —, y puedo decir que me siento bastante realizada y feliz.

Pues no debe ser suficiente con todo lo anterior.

Para mí sí, obvio.

Sin embargo, para gran parte de la sociedad, hay algo que falla.

Estamos en el siglo XXI, se ha demostrado la conjetura de Poincaré, descubierto el bosón de Higgs, hemos aterrizado en Marte y… una mujer joven divorciada es como una silla a la que le falta una pata.

¿En serio?

Eso parece.

Cuando la persona en cuestión no me conoce, bah, aún tiene un pase, pues sé que la gente tiende a cubrir los huecos y hacerse su propia reconstrucción mental de los hechos. Ha habido quien ha pensado que mi marido había descubierto de pronto que es gay. O que mi novio de toda la vida había resultado ser un cabrón infiel que me había dejado tirada cuando nació la niña (puestos a imaginar somos más de drama que de comedia).

Nos mola más un Diario de Patricia de barrio que a un niño una piruleta. Ya digo que eso, esforzándome, lo puedo llegar a entender.

Pero me pone de muy mala uva dar lástima a quienes son conocedores de mi realidad.

Jová, ¡si es que hasta mi madre siente pena por mí! ¡Mi madre!

Ella, que sabe perfectamente que a mi ex y a mí se nos acabó el amor. De un día para el otro, a los dos a la vez y sin ningún tipo de drama. Sé que suena raro, pero así fue. Tardamos menos de un mes en darnos cuenta de que nuestra historia era eso, historia.

Fue una ruptura civilizada y, aunque al principio no sabíamos muy bien cómo actuar, ahora somos amigos con una hija en común y custodia compartida.

¿Por qué cuesta tanto entender que no hay nada roto en mí?

Mi madre aún tiene la esperanza de que volvamos. Han pasado más de dos años, pero ella ahí, a piñón. Se aferra a esa idea porque es la única justificación que se le ocurre a mi renuencia a conocer a otros chicos.

Su mentalidad de los setenta prefiere pensar que sigo enamorada de mi ex a aceptar que me niego a salir con los hijos solteros de sus vecinas y amistades solo porque no quiero, porque no me da la gana.

Tal vez debería confesarle que me dan miedito esos hombres con los que trata de concertarme citas y con quienes organiza encuentros ‘casuales’ los días que la niña y yo vamos a visitarla.

Lo mismo debería hablarle de mis escarceos ocasionales con algún que otro cliente del gimnasio, o con los tíos que conozco por ahí para pasar un buen rato y nada más.

Ais… es que me cuesta porque no estoy muy segura de cómo lo encajaría la mujer, que lo mismo monta una fiesta que me lleva a ver a mi tío-abuelo del pueblo, ese que es cura.

Así que le he explicado mil y una veces que no quiero salir con nadie. Que me gusta estar sola. Que me da una pereza mortal iniciar una relación romántica.

No quiero estar enamorada, aunque supongo que no es algo que puedas escoger.

Lo que es seguro es que actualmente no lo estoy.

Ojalá ella y el resto del mundo entiendan que me encanta mi vida, mi independencia y libertad, que soy feliz, que no necesito un compañero y que no estoy incompleta.

Porque no soy una solitaria media naranja.

Soy un frutero rebosante de fruta fresca de todos los colores.

 

 

Imagen de portada de Andrea Piacquadio en Pexels
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