Cuando piensas que ya lo has visto todo en esta vida, cuando crees que ya no hay nada que pueda sorprenderte… Conoces a un hombre que a sus treinta se asusta al ver una compresa. No estoy exagerando ni un poco, lo juro. Esta es una historia verídica que pude vivir en mis propias carnes no hace demasiados años.

El día que cumplí 28 años mis queridas amigas decidieron montarme un fiestón en parte porque llevaba más de dos años enclaustrada currándome una oposición como si la vida me fuese en ello. Así que sin yo esperármelo en absoluto vinieron a mi casa a secuestrarme. Me maquearon, me pusieron un antifaz con estampado de leopardo y me montaron en un taxi camino de una fiesta que se las prometía inolvidable.

Fue en parte así, porque cuando llegamos al restaurante, un precioso local a las afueras de la ciudad, me encontré con todo mi elenco de amigas incluso aquellas a las que llevaba siglos sin ver porque ya no residían en nuestra misma ciudad. Imaginaros entonces cómo terminamos esa cena, entre chupitos y copas de vino acabamos subidas a las mesas de aquel reservado bailando el ‘Baila Morena’ como si no hubiese un mañana.

El plan después era el de irnos a una discoteca cercana donde se habían hecho con un espacio vip solo para nosotras. Nos montamos todas en un microbús que vino a buscarnos a la puerta del restaurante y nos dirigimos a aquel inmenso local a continuar el fiestón. Llegó un momento que allí ya no sabíamos si lo que estábamos celebrando era mi cumpleaños, mi mierda de vida de opositora o simplemente que llevábamos siendo buenas amigas más de dos décadas. El caso era desfasar y vivir aquella noche como si fuese la última. La resaca del día siguiente iba a ser de órdago, pero mientras tanto… en la vida habíamos pasado por una igual.

Allí, en la discoteca fue donde conocí a Julián, porque era nuestro camarero en el reservado VIP y el pobre estaba teniendo más paciencia que un santo. Algunas de mis amigas estaban ya pasadísimas de rosca y poco a poco fueron cayendo quedándose medio groguis en los sofás de aquella sala. Las que todavía teníamos cuerda nos aferrábamos a las botellas de cava y cantábamos a viva voz dándolo todo lo que podíamos.

Julián era un chaval muy mono, o al menos eso nos había parecido desde el principio. Pronto se presentó y me felicitó por mi cumpleaños deseándonos una noche estupenda. Estuvo pendiente de nosotras y de que no nos faltase de nada en ningún momento. Para cuando apenas quedábamos dos en pie la música en la discoteca empezaba ya a ralentizarse con canciones de esas que te invitan a pirarte a tu casa de una maldita vez. Miré a mi alrededor y mis 12 discípulas dormitaban tiradas como colillas, algunas miraban su móvil probablemente cometiendo algún error del que se arrepentirían a la mañana siguiente y yo sonreía agradecida por lo maravillosas que son cada una de ellas.

Tomé asiento en un escalón de las escaleras que unían el reservado con el resto de la discoteca y di un trago a un botellín de agua que Julián me había traído para coronar la noche. Sin esperármelo vi como él me miraba desde la barra y me sonreía para después acercarse a mi lado y sentarse mientras me preguntaba si todo había estado a la altura.

Le seguí el rollo, literal. Lo miré y me di cuenta de que era un chico guapísimo, con una sonrisa de esas que crea un par de buenos hoyuelos y deja ver una dentadura perfecta. Con ojos achinados y cara de muy buena gente. En aquel escalón nos pusimos a arreglar el mundo, al principio hablando sobre que se acercaban los temidos 30 y después poniéndonos al día sobre lo puta mierda que es la vida del opositor ya que él, casualidades de la vida, también se estaba preparando para las suyas.

La discoteca estaba a punto de cerrar cuando Julián me propuso tomarme la última en su casa. Me guiñó un ojo y le comenté que me parecía un idea extraordinaria. Conseguimos poner en pie a elenco de amigas, meterlas en el microbús y yo me marché con Julián a su pequeño piso en el centro de la ciudad. Apenas atravesamos la puerta pude sentir cómo la mano de aquel chico se posó sutilmente en el bajo de mi espalda, un gesto que para mí fue un aviso de que podía lanzarme directa a la piscina. Tres dos uno… ¡Empezó la fiesta!

Estábamos revolcándonos en su sofá poniéndonos a cien cuando recordé que aquella noche me había puesto una compresa por si los últimos resquicios de la regla me estropeaban la noche. Le pregunté a Julián dónde se encontraba el baño para así poder despegar la compresa de mis braguitas y tras hacerlo rauda y veloz salí del cuarto de baño con la compresa envuelta en un trozo de papel preguntando dónde podía tirar aquello. Julián me miró entonces extrañado desde el sofá como preguntándose qué me había ocurrido. Con total naturalidad le dije que era una compresa, que no se preocupara porque ya no había resquicios de regla de ningún tipo, y antes de que me pudiera responder ya leí el pánico en su rostro.

compresa

Me lo tomé con humor y volví a decirle que había vía libre, por si la sangre pudiese cortarle el rollo, pero vi que Julián continuaba mirando a la mano donde todavía sostenía el rollito de papel con la compresa.

‘La papelera ¿está en la cocina?’ Volví a preguntar.

‘Eso que llevas en la mano ¿es una compresa?’ No os imagináis la cara de sorpresa y desagrado que tenía aquel muchacho, yo no me lo podía creer.

‘Sí, por eso necesito un cubo de basura, para dejar de tenerla en la mano…’ Empezaba a estar bastante incómoda, no os voy a mentir.

Julián entonces se levantó y me acompañó a la cocina no sin antes preguntarme cómo era exactamente una compresa. Pensé que estaba de broma, es que 30 añazos tenía el hombre, y aquello parecía una conversación con mi primo de 11. Le dije que no pensaba enseñarle la compresa por muy limpia que estuviese y en cuanto pude la tiré al cubo intentando zanjar aquel momento surrealista de la noche.

Para mi mayor sorpresa aquel hombre seguía mirando al cubo como si yo acabase de depositar allí un collar de diamantes como mínimo. Le pregunté si todo iba bien y no pudo responderme, estaba como flipado el tío. Tras volver al salón me confesó que le había alucinado muchísimo lo de la compresa porque era la primera vez que veía una, que siempre había pensado que era como pañales, no tan pequeñas. Pensé que me estaba puteando, de veras.

No quise saber más, aquel tema, su cara de alucinamiento absoluto, que con 30 años el tema compresas le fascinase tanto… Lo sentí todo tan turbio y raro que recogí mis cosas y tras poner una excusa chunguísima me largué de allí. Ya en el Uber empecé a sopesar todo lo que había pasado en aquel piso y desde entonces, pasados ya algunos años, continúo sin dar crédito a Julián y su sorpresa con mi compresa.

Anónimo

Envía tus vivencias a [email protected]