Gordofobia vecinal

No es la primera vez que cuento por aquí que un vecino me suelta un comentario imprudente hacia mi cuerpo. De pequeña, de hecho, era habitual que señalasen con ahínco lo grande que me estaba poniendo o la anchura que estaba echando de caderas. Con el paso del tiempo dejó de afectarme tanto esa clase de comentarios y, además, los vecinos dejaron de hacérmelos por dos razones: porque perdí peso y porque me fui fuera a estudiar y la casa de mis padres pasó a ser un lugar de paso, más que una residencia habitual. Hace poco estuve allí y tuve la mala suerte de revivir la experiencia de sentirme juzgada por mi aspecto de forma totalmente gratuita. 

Como he mencionado al principio, fui una niña gorda que, al dar el estirón, fue perdiendo peso. A lo largo de mi adolescencia y juventud tuve mis momentos, pero se podría decir que mantuve la misma talla. No fue hasta los 20 y pico que con la ayuda de profesionales cambié algunos de mis hábitos alimentarios en función de mis desajustes hormonales, lo que me hizo perder algo más de 15 kilos. A raíz de aquello no ha sido raro cruzarme con vecinos de mi infancia que no me reconocían porque hay que ver lo delgadita y lo guapa que me había quedado. En su mayoría, se trata de personas mayores que insisten en recordarte lo gorda que estabas y lo bien que estás ahora, como si te estuvieran haciendo un cumplido. A esta clase de comentarios también me acabé habituando, porque, qué remedio, y le quitaba importancia porque al fin y al cabo son gente mayor y no me da la gana de ponerme a la gresca con ellos, mientras la cosa se quede ahí…

Sin embargo, este verano volví a casa de mis padres y de nuevo, como cada vez que experimento un cambio físico, me cayó un comentario de marras. 

Estaba en el portal, esperando el ascensor, cuando llegó un vecino de estos que me conocen de toda la vida. Nos saludamos cordialmente y yo me quedé mirando a la nada, pero por el rabillo del ojo veía cómo me estaba haciendo una radiografía de arriba abajo. No tardó mucho en arrancar:

― ¿Eres nueva en el edificio?

― No, estoy de visita. Mis padres viven aquí.

El señor se quedó pensativo y poco satisfecho con la respuesta. Tras un breve silencio me hizo la pregunta de rigor que solo hace la gente a partir de una cierta edad, al estilo “¿Tú de quién eres?”. Cuando ya por fin le dije el piso, el nombre de mis padres, el apellido de mi padre y poco me faltó para darle mi DNI reaccionó con un sonoro “Aaahhhhh ya” mientras movía mucho las manos, como si le pareciera algo impensable.

― Es que yo te recuerdo de niña que eras mucho más… vamos que ahora estás estupendamente… es que mírate cómo estás. Estás guapísima. 

Breve inciso. Yo llevaba un vaquero ajustado y sentí por el rabillo del ojo cómo me miraba el culo. Me vino a decir que con lo gorda que fui de niño cómo era posible que ahora estuviera tan buena, más o menos. Además de gordófobo, baboso y un poquito machista. 

― Ya, bueno, la gente cambia. 

Yo seca como una ñora y tajante. Muy tajante.

― Y tanto que has cambiado, vamos, imposible reconocerte. Te he visto de mayor y estabas más delgada, pero vamos… no como ahora. ¡Madre mía!

De nuevo me daba mucho asquito y el ascensor sin venir. Como me vio mi mirada fulminante el señor se apresuró a añadir:

― Que no digo que la gente gordita no sea guapa, ojo. Pero que ahora estás mejor. 

Thanks for the info. ¿Algo más?

No. No permití que me afectara. No me da la gana de que un comentario eche a perder mis vacaciones, sobre todo porque desde hace años estoy encantada con mi cuerpo, kilo arriba, kilo abajo. Lo que realmente me fastidia es que la gordofobia acecha en cualquier esquina y que, para gente como mis vecinos, parece ser que tiene carácter retroactivo. 

 

Ele Mandarina